El uso de expresiones como sujeto y cuerpo, requieren ser desagregados en su multiplicidad de acepciones. Es un apresuramiento dar rápidamente por entendida la referencia. Una vez situados apuntaremos a situar algunas coordenadas que permiten conectar ambos términos.
No dejan de ser dos significantes y en tanto tales, incididos por la multivocidad del lenguaje. A la proliferación de sentidos.
La imbricación de cuerpo y sujeto tiene trayectos complejos, fructíferos y aún indecidibles en el desarrollo de la historia del pensamiento.
Nos ubicamos, en principio, desde el psicoanálisis tributario centralmente de la obra de Freud y con los aportes singularísimos de Jacques Lacan.
El término sujeto no adquiere en la escritura de Freud el nivel del concepto. Es llamativo que en la versión traducida por Etcheverry y editada por Amorrortu el uso del término apenas supere las 70 ocasiones, mientras que la anterior traducción de López Ballesteros sobrepasa las mil. Manifestación elocuente del equívoco y malentendido que se produce, seguramente con más contundencia, en el pasaje entre lenguas.
Es Lacan quien, centrado en la función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis (título a su vez de su Discurso de Roma de 1955) sostiene una diferencial definición de sujeto que mantendrá en el decurso de su enseñanza.
Acentúa la localización del sujeto como efecto de la articulación entre significantes. Un significante representa al sujeto para otro significante, nos dice.
Una de las derivaciones mayores de ese movimiento se sostiene de diferenciar sujeto de individuo. La idea de individuo puede deslizarse a prescindir del campo del otro – Otro (escrito con las dos grafías: el semejante y el Otro del lenguaje, paso a la cultura, la ley y sus determinaciones)
El individuo suele adquirir representación imaginaria de esfera, aun cuando tome las complejas formas de un organismo con extremidades, que se cierra sobre sí mismo. Lo exterior al individuo-esfera serían solo condiciones medioambientales.
El psicoanálisis incidido por la obra de Lacan, recurre a figuras topológicas para precisar el alcance de su noción de sujeto: la del toro, de alguna forma equivalente a una cámara de neumático, en la que se localiza un agujero central, que permanecerá como agujero aunque reduzcamos su tamaño a un aparente punto. Será un punto agujereado. No deja de ser una formalización que alude a la castración simbólica como fundante.
La banda de Moebius, banda que en su torsión nos ofrece un solo lado que habilita a un recorrido sin fin, diluye las consideraciones de lo interno y lo externo, permitiendo tematizar la posición sujeto incidido por las determinaciones simbólicas adquiridas en el decurso de secuencias vitales decisivas, ligadas al deseo como deseo del Otro.
Yendo a la dimensión del cuerpo, los hablantes, cada quien en su lengua, se encuentran en dificultad para enunciar que se “es” un cuerpo. Es más factible que se recurra a expresiones del orden del “tener un cuerpo”, forma expresiva que manifiesta una distancia y articulación entre ese sujeto que habla y el cuerpo, para el caso el propio, al que se refiere.
Para el hablante el cuerpo “se tiene” más que “se es”. Y la clínica nos enseña las diversas afectaciones que presentifican que el cuerpo como instancia imaginaria se construye, se constituye como tal, no sin las perturbaciones del complejo campo de la constitución subjetiva; de la causación del sujeto. Tener un cuerpo requiere de operaciones que no siempre acontecen. Baste para marcar diferencias, el cuerpo de una neurosis corriente con el del autista.
Configura una dificultad confundir lo que nombramos como organismo, con el cuerpo cuya conformación depende de un complejo devenir, no asegurado, del entramado simbólico-imaginario que articula, que liga al sujeto en ciernes con la constitución de una proyección del cuerpo propio en unidad de pretensión representacional que nominamos como Yo. Vale sostener una fuerte ligazón entre cuerpo y Yo.
El Yo, proyección psíquica de la sostenida y amenazada unidad corporal, requiere de un nuevo acto anímico para deparar ese algo de consistencia necesario para la vida misma.
Funda un espacio complejo y sujeto a múltiples vasallajes, del mundo exterior, de las tensiones pulsionales, del imperativo y la norma.
Las alteraciones del organismo vivo del hablante por las incidencias de la inmersión en el campo de la alteridad son sorprendentes. La histeria ha sido en la historia humana una nomenclatura que suponía la volubilidad de lo femenino a un órgano, para el caso él útero, cuyos efectos circularían algo alocadamente por el organismo.
El hallazgo freudiano, que sus pacientes histéricas hacían parálisis motrices que no respondían a su correspondencia neurológica sino al uso corriente de las palabras con las que se designan esos órganos, puso en evidencia la eficacia significativa del lenguaje y la palabra sobre los cuerpos.
Y su consecuencia clínica mayor: la palabra puede enfermar y a la vez ser el potencial recurso de la curación.
No abrimos aquí el abanico de afectaciones para las que el lenguaje de órgano esquizofrénico sería ejemplo privilegiado.
En el encuentro-desencuentro entre psicoanálisis y neurociencias nos podemos volver a encontrar con la elusión, por parte de algunas versiones de estas últimas, con la elusión de la dimensión sujeto. Y con el efecto concomitante de homologar organismo y cuerpo. Y particularmente subsumir la dimensión subjetiva bajo el significante cerebro.
En muchos de sus enunciados se produce una autonomización que absolutiza el organismo y sus eficacias, más allá del sujeto.
Desde ya que no desconocemos que las afectaciones del órgano cobran incidencias radicales en la vida anímica, pero nos autorizamos a cuestionar el argumento que sostiene la causalidad solo o aun dominantemente por las afecciones o cualidades del órgano.
La dimensión sujeto estará presente aun cuando la causalidad orgánica sea precisa. El sujeto es quién podrá o no responder a ello. Con sus limitantes y habilitaciones singularísimas.
El especial interés de este tiempo de la investigación científica sobre el funcionamiento cerebral, fascinante y deslumbrante por cierto, corre el riesgo de deparar una versión ingenuamente animista del órgano.
Así los cerebros piensan, segregan pensamientos en cierta analogía con otros órganos o dispositivos del organismo. Se le adjudica al significante cerebro una función que traspasa la conectividad neuronal e incorpora veladamente el campo de la subjetivación. Se le atribuye al órgano cerebro el comando de las determinaciones subjetivas. Cerebro y sujeto quedan así confundidos.
Es el órgano como tal el que piensa y decide. Se genera así ese animismo cerebral que prescinde de determinaciones del campo del Otro, en principio del particular lenguaje en el que fuimos hablados y del que sesgadamente nos apropiamos.
El animismo que autonomiza el cerebro elide las marcas de la constitución subjetiva, con sus incidencias en cuanto a hallazgos, pérdidas y potenciales recuperos que en el campo del goce, del amor y del deseo portamos.
Se opaca la incidencia del orden simbólico en el que el sujeto inmersiona. La cultura en tanto tal queda aludida solo como ambientalismo en el que el órgano impera.
Así los cerebros no solo segregan pensamientos sino que hasta dialogan entre sí.
Cuando se llega al límite de enunciar la existencia de un “cerebro social”, no se vislumbra que en ese movimiento enunciativo ya no se habla de sinapsis neuronales (salvo que haya un implícito telepático no formulado – nos permitimos a modo de algo de humor).
Desde ya que no se trata de sostener una perspectiva que prescinda de los órganos, ni por ende de las neuronas. Pero los cuerpos tal como intentamos al menos aludir, no son solo orgánicos; no son solo conectividades neuronales.
Son cuerpos en riesgo estructural de habitar en lo angustioso de la fragmentación, con que las eficacias traumáticas hacen vacilar el anudamiento en que habitamos.
Cuerpos marcados por el Otro, por la habitación subjetiva y sus implicancias; y tal como anticipamos, las palabras son un recurso mayor para disolver padecimientos, como lo fueron y lo son para generarlos. En su contundencia o en su ausencia, extremando alternativas.
Habitar en el campo del lenguaje y la función de la palabra pone en juego la especificidad de lo humano en tanto hablante, sujeto a la inmensa creatividad que da la inmersión y construcción de un mundo simbólico en que los saberes producen una novación tecnológica frenética. Y a su vez sumergen en la ansiedad y el tono angustioso inherente a la subjetivación como tal. No por nada se reitera en su facilitación el diagnóstico psiquiátrico de ansiedad generalizada. Denotación de un efecto de estructura.
Los hallazgos formidables de las neurociencias están lejos de contradecir las hipótesis centrales y la praxis como tal del psicoanálisis. Más aún podemos acompañar a quienes, como Gerard Pommier 1, dan testimonio que las verifican. Hay abierto un amplio y fecundo espacio de interlocución.
Es esperable que los analistas estemos muy atentos a los hallazgos neurocientíficos. También sería deseable y productivo que desde las neurociencias se valgan de los conceptos fundamentales del psicoanálisis: inconsciente, repetición, transferencia, pulsión; por solo enunciar los que destaca Lacan como tales. Conceptos que conllevan la decantación de una praxis sostenida ya hace más de un siglo.
Eduardo Said es psicoanalista miembro de la Escuela Freudiana de Buenos Aires. Decano de la Facultad de Psicología y Ciencias Sociales UCES. Autor de: De Fantasmas, Ancestros, Espectros y otras inexistencias más o menos amenazantes. Editorial Escuela Freudiana de Buenos Aires, 2010. Trabajo presentado en el XXXI Congreso Argentino de Psiquiatría 2016
- Como las neurociencias demuestran el psicoanálisis – Gerard Pommier – Editorial Letra Viva – Bs. As. – 2010 ↩