El enigma de las diversidades en psicoanálisis

Sexualidades diversas e identidades nómades: incidencias sobre el psicoanálisis

Por Lic. Facundo Blestcher
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Un estado muy peligroso: creer que se comprende.
Paul Valéry

Hace ya mucho tiempo, en una sesión en la que un varón adolescente hablaba de las chicas con las que salía y de lo placentero que le resultaba el intercambio sexual con ellas, interrumpió el hilo del discurso para contarme que creía que uno de sus mejores amigos era gay. Lo suponía, si bien no tenía seguridad, porque en todo el grupo de compañeros era el único que no hablaba de mujeres, no tenía novia y no manifestaba interés en salir de levante. Se preguntaba si tenía que decirle algo, hacer algún comentario, apuntar directamente a despejar esa duda, o guardar silencio y dejar pasar el asunto. Le señalé: “Venías hablando de tu sexualidad, de los encuentros con las chicas, y pasaste a traer la pregunta sobre la sexualidad de tu amigo. Quizás algo de eso te preocupa”. “¿De qué?”, me preguntó. “De la sexualidad”, le dije. Me miró comprensivamente y respondió: “No, para nada. Lo que me preocupa es que mientras nosotros estamos todo el tiempo hablando de chicas, quizás él se puede sentir mal. Y no cabe. Si le gustan los pibes, todo bien”.

Recuerdo que en aquel momento me quedé pensando que una transferencia positiva, la inteligencia del joven y cierta prudencia evitaron que mi intervención se descaminara, a la par que advertía que una serie de ideas –muchas de ellas preconcebidas– estaban interfiriendo la escucha. Quizás los enunciados de rutina llevaran a pensar que su preocupación podía anudarse a fantasías o angustias homosexuales propias, y que era preciso explorarlas o interpretarlas. Indudablemente, de haberlo hecho, tal operación no habría merecido otro nombre más que estupidez.

Gustave Flaubert dedicó a la estupidez (bêtise) un notable compendio de expresiones, frases hechas y dichos en los que sintetizó la mediocridad de la sociedad burguesa del siglo XIX. Su Diccionario de los lugares comunes presenta a la estupidez como un desvío del juicio que afirma con certeza los topoi (lugares fijos), las ideas establecidas y las representaciones convencionales que carcomen la razón. Concibe a esta actitud como peligrosa porque conduce a un uso fijado de la lengua, que se transmite al pensamiento y reduce la riqueza de lo real, mineralizando el sentido. Etimológicamente, el término proviene del latín stupere (“quedar paralizado”, “quedar aturdido”), del que deriva stupidus (“aturdido, estupefacto, que se queda sin habla como efecto del pasmo”). Posteriormente se vio una relación con stultus (“necio, tonto, 1 inmovible”). Desde este sesgo, lo estúpido es la repetición del punto de vista extendido, la posición de quien permanece sujetado a lo establecido por el sentido común y pretende afirmarse por fuera de la crítica.

¿Por qué vincular la estupidez con las problemáticas de la subjetividad actual? No tanto por las múltiples asociaciones que puedan hacerse para analizar el estado de la sociedad en el presente, sino para advertir la recurrencia de ideas convencionales, prejuicios y formulaciones rigidizadas que pueblan los discursos con los cuales –desde ciertos planteos psicoanalíticos– se pretende dar cuenta de las subjetividades contemporáneas. Particularmente en lo que concierne a las diversidades sexuales, tal extravío resulta francamente ostensible.

Des-arreglos de la sexualidad, perturbaciones del psicoanálisis

Numerosos diagnósticos contemporáneos relevan la existencia de una transformación profunda en los modos de los intercambios sexuales y en los dispositivos histórico-sociales que intentan regularlos. Sin aspiraciones de exhaustividad, alcanza una visión panorámica para reconocer una pluralidad de posicionamientos sexuados, identidades de género, orientaciones deseantes y modos de goce que desafían los sistemas nominativos, clasificatorios y normativizantes de los discursos tradicionales. Las sexualidades disidentes van delineando, no sin matices, novedosas configuraciones individuales, familiares y sociales que alteran el régimen instituido heterosexista, heteronormativo y falocéntrico, de la mano de una legislación 2 que acompaña la ampliación en el reconocimiento de derechos –aun cuando nos encontremos atravesando un gravísimo proceso de restauración conservadora que los pone seriamente en riesgo–.

Nos encontramos ante un escenario plural y diverso: personas que, desde la infancia, reclaman el reconocimiento de su género autopercibido aun cuando se encuentre en aparente contradicción con el sexo anatómico asignado al momento del nacimiento, sujetos que denuncian el carácter restrictivo de la división masculino/femenino para instituir otras alternativas de identificación genérica, jóvenes que despliegan trayectorias homo y heteroeróticas sin que estas pasiones se excluyan entre sí o provoquen conflicto, personas trans que resisten la imposición de someter sus cuerpos a tratamientos quirúrgicos que los tornen más aceptables para los discursos dominantes, subjetividades alternativas o innovadoras que discuten el alcance de las formas de nominación de las identidades y los erotismos en tanto representan formas de encorsetamiento de la potencia deseante, colectivos que defienden el derecho a la elección del emplazamiento sexuado singular como condición para la construcción de una comunidad igualitaria, entre muchas otras posibilidades de realización humana.

¿Qué es lo que está en juego en esta diversidad de experiencias? Resultaría insuficiente suponer que se trata solamente de modificaciones en las vicisitudes de la sexualidad –que, por otra parte, nunca ha dejado de producir puntos de fuga frente a los mandatos restrictivos que procuran disciplinarla–, sin considerar que las mutaciones a las que asistimos tienen un carácter antropológico de alcance insospechado. Implican, por tanto, modificaciones en los procesos de producción de subjetividades cuya incidencia no se restringe a la sexualidad, sino que afecta a las configuraciones humanas tal como las conocemos. Vale aclarar que no consideramos que se trate de la demolición –lisa y llana– del orden símbólico –como anticipan catastróficamente algunos discursos–, sino más bien de la paulatina fractura del orden sexual moderno.

El dispositivo moderno de la sexualidad, tal como lo describiera Foucault, edificó un específico imaginario que encauzó deseos, moldeó cuerpos y reguló prácticas a partir de un proceso de producción subjetiva sostenido en lógicas logofalocéntricas y heteronormativas (Fernández & Siqueira Pérez, 2013). En virtud de estas, las variaciones de las sexualidades quedaron cercadas en una serie de dicotomías asfixiantes: hombre o mujer, masculino o femenino, activo o pasivo, heterosexual u homosexual. Estas diferencias no solo portaron propuestas identificatorias para las subjetividades construidas bajo su primado, sino que legitimaron desigualdades y promovieron violencias cuyos efectos dramáticos todavía padecemos. Desde este discurso, se dio por sentada la concordancia entre sexo biológico, género y orientación del deseo, y se definió un criterio de normalidad en función de la supuesta correspondencia entre estos elementos. A partir de entonces, la sexualidad pasó a constituir el rasgo decisivo que organizaba la identidad, que debía mantenerse fija, estable e inalterada a lo largo de la vida. Todo desvío, alternancia o vacilación no podía más que configurar el estigma de la patología –psíquica, moral o ambas–.

El estremecimiento de las topografías tradicionales del patriarcado (Butler, 2006) se inscribe en un contexto de crisis de las coordenadas de inteligibilidad de la sexualidad vigentes hasta hoy. La emergencia de zonas intermedias, transicionalidades e hibridaciones desconocidas hasta ahora hacen estallar los límites, clasificaciones y prácticas legitimadoras replicadas por el aparato conservador. La convulsión de las cartografías sexuales sitúa al psicoanálisis en una escena de interpelación que reclama la deconstrucción de aquellos enunciados que resultan ya no solo insuficientes, sino francamente indefendibles. Quizás los más insostenibles sean aquellos que arrojan a priori al campo de la patología a las identidades y prácticas sexuales que no se subordinan a los estereotipos establecidos. La equiparación entre travestismo y perversión, o entre transexualismo y psicosis –definidas estructuralmente por la dominancia de los mecanismos de renegación o forclusión de la castración, respectivamente–, para mencionar solamente dos formulaciones prototípicas, comportan tanto una generalización abusiva no justificada en parámetros metapsicológicos como una propuesta desubjetivante que no respeta la complejidad de las determinaciones erógenas, deseantes, fantasmáticas e ideológicas en las que se inscriben los procesos de constitución sexual (Blestcher, 2009). Quienes tenemos la experiencia de acompañar a personas travestis, transexuales o transgéneros en el curso de sus análisis no compartimos este prejuicio, ya que –como en todo sujeto– las formas de ejercicio de la sexualidad o sus posicionamientos identitarios no definen por sí mismos ni completamente su estructuración psíquica ni su eventual psicopatología.

Nomadismo de las identidades, enriquecimiento de los existenciarios

Multiplicidad de situaciones, experiencias y recorridos van delineando un horizonte de posibles existenciarios que fracturan las pretensiones cartesianas de claridad y distinción, reintroduciendo transiciones, ambigüedades y matices que durante un largo período fueron desmentidos o expulsados al vertedero de la anormalidad. El abanico de las opciones para los emplazamientos sexuados parece expandirse en una proliferación que incomoda a los encasillamientos tradicionales. El nomadismo de las subjetividades contemporáneas (Braidoti, 2001) y la fluidez y variabilidad de sus figuraciones revela la potencia creadora de la actividad humana en tanto imaginación radical (Castoriadis, 1986, 1998). La creación de realidades inéditas se encadena con la construcción permanente de nuevos mundos que se hallan animados por el deseo.

Las crecientes consultas por niñas, niños y adolescentes trans –que presentan posicionamientos identitarios aparentemente contradictorios entre el sexo anatómico asignado en el nacimiento y las representaciones genéricas que definen la disyunción masculino/femenino según los dispositivos de producción de subjetividad– contradicen formulaciones repetidas hasta el agotamiento. Si consideramos que la clínica no es el lugar donde se produce la teoría sino el espacio desde el cual se abren los interrogantes (Bleichmar, 2000), se impone la exigencia de deslindar entre la teoría psicoanalítica de la sexualidad y las teorías sexuales infantiles con las que los seres humanos –también las y los psicoanalistas–, en diferentes momentos de su constitución subjetiva y de la historia, hemos encontrado caminos para la solución de nuestros enigmas. El deslizamiento que conduce desde las modalidades de fantasmatización de la sexualidad inconciente hasta su elevación como teoría psicoanalítica oficial ha comportado una acumulación improductiva de “mito-teorías” (Laplanche, 2001) que entorpecen la compresión de la singularidad por referencia a supuestos universales fundados en estructuralismos biológicos, antropológicos o lingüísticos.

En este punto convendría recuperar la audacia freudiana de una teoría sexual que se propuso desmontar las doctrinas patologizantes de la ciencia y de la moral victoriana. Los existenciarios sexuales y las trayectorias deseantes de las subjetividades actuales presentan una dinámica que interrogan nuestras teorizaciones y revela puntos de resistencia en los que se replican las significaciones hegemónicas. En este sentido, las actuales composiciones sexuales pueden constituir una ocasión propicia para instaurar una lectura sintomática de nuestras teorías que permita su contrastación clínica y metapsicológica.

Si Freud promovió una deconstrucción de la moral sexual cultural y estableció el carácter disruptivo y desadaptativo de la sexualidad pulsional, impugnando toda pretensión de domesticación y regulación normativizante, nos corresponde someter a caución los mandatos patriarcales y heterosexistas infiltrados en nuestras teorías.

Un aflojamiento de los prejuicios condujo paulatinamente al abandono –al menos en la teoría oficial, aunque no suprimida totalmente de las prácticas– de la equivalencia entre homoerotismo y patología. No obstante, la homologación entre homosexualidad y perversión aún se propaga en numerosas formulaciones, sin que las contradicciones internas de la teoría y el correlato con la clínica alcancen para mellar tan errónea preceptiva. Así mismo, el empleo de la noción “trastorno” para designar a todas aquellas formas de emplazamiento identitario que no se adecuan a los imperativos disciplinarios refleja un atasco análogo.

Expresiones como “trastorno de género”, “disforia de género” o “trastornos de la identidad sexual” vienen a restablecer la pretensión de una lógica universal que regle toda sexualidad, ahora revestida con los ropajes de los performativos genéricos, pero al servicio de la misma operación de desconocimiento. La patologización de las diversidades sexuales como petición de principio 3 y su necesaria deconstrucción no equivale a desconocer la psicopatología, las determinaciones psíquicas del sufrimiento y las teorías que aún conservan su validez y pertinencia explicativa, sino someter nuestras formulaciones a criterios metapsicológicos y evitar toda subordinación a preconcepciones que no resisten la contrastación clínica.

No se trata, entonces, de pensar qué tiene el Psicoanálisis para decir sobre las diversidades sexuales, sino qué tienen las sexualidades actuales que mostrarle a las teorías psicoanalíticas. En primer lugar, las identidades trans y las metamorfosis en las subjetividades sexuadas hacen estallar el binarismo y obligan a un trabajo de depuración de los enunciados que fundan la teoría de la diferencia sexual como organizador fundamental del sujeto. Que la diferencia de sexos haya sido el parámetro que, en el marco del régimen sexual moderno, vertebró el sistema sexo-genérico y sus asimetrías posicionales, no la convierte por eso mismo en un determinante primario de la constitución del sujeto ni en el equivalente del reconocimiento de la alteridad. Y si tal diferencia se presenta como contenido de las fantasías de los orígenes es por introducir el carácter terciario, no exclusivamente especular, con que se discierne el deseo del adulto al interior de una escena sexual de la que la niña o el niño quedan excluidos. Esto exige también someter a genealogización el sentido otorgado al operador “castración” como articulador decisivo de la estructuración psíquica y reposicionarlo en torno al reconocimiento de la incompletud ontológica (Bleichmar, 2009).

Por otra parte, se impone examinar una doctrina del complejo de Edipo saturada de formulaciones que responden a un modo histórico de producción subjetiva, para recuperar la significatividad y vigencia de su conceptualización. Se torna necesario distinguir entre: estructura del Edipo, que desde la perspectiva levistraussiana define la circulación y regulación de los intercambios sexuados y la inserción simbólica en la cultura; complejo de Edipo, como momento de la constitución subjetiva donde se ordena la sexualidad infantil y sus constelaciones deseantes en torno a las renuncias y pautaciones del adulto; y organización familiar, para designar a los agrupamientos sociales fundados en relaciones de alianza y filiación que reglan el sistema de parentesco y el intervalo entre las generaciones en un determinado periodo histórico (Bleichmar, 1999). Consideramos fundamental poner en el centro del Edipo a la pautación y acotamiento que cada cultura ejerce sobre la apropiación del cuerpo del niño como lugar de goce del adulto (Bleichmar, 1999, 2011).

Finalmente, el constructo “identidad” e “identidad sexual”, como si se tratara de una configuración estable y fija que se define de manera permanente en algún momento –tradicionalmente en la adultez–, parece contraponerse a la variabilidad de trayectorias y existenciarios en los que se despliegan las subjetividades contemporáneas.

Recuperar la concepción ampliada de la sexualidad, como plus de placer irreductible a la autoconservación biológica y constituida a partir de la pulsación primaria del otro, permite advertir que su domeñamiento completo resulta imposible. El carácter parcial, paragenital y parasubjetivo de la pulsión, aun instalada la represión originaria que sepulta sus representantes autoeróticos al inconciente, amenaza permanente el retículo ligador del yo. La sexualidad pulsional insiste más allá –o más acá, por su antecedencia– de las coagulaciones identitarias y de las organizaciones defensivas que procuran su dominio, excede los arreglos sociales que pautan la división masculino/femenino y desborda la genitalidad atravesada por la diferencia de los sexos, sin normativizarse en una síntesis armónica exenta de conflicto:

[…] la sexualidad no es un camino lineal que va de la pulsión parcial a la asunción de la identidad, pasando por el estadio fálico y el Edipo como mojones de su recorrido, sino que se constituye como un complejo movimiento de ensamblajes y resignificaciones, de articulaciones provenientes de diversos estratos de la vida psíquica y de la cultura, de las incidencias de la ideología y de las mociones deseantes, y es necesario entonces darle a cada elemento su peso específico (Bleichmar, 2014, p. 254).

Las infancias trans nos invitan a abordar las problemáticas de la constitución sexual infantil, estableciendo una serie de precisiones con el propósito de fundar metapsicológicamente la comprensión de los fenómenos clínicos. Para ello, podemos seguir a Laplanche (2007) en una caracterización esquemática:

El género es plural. Suele ser doble, con masculino-femenino, pero no lo es por naturaleza. A menudo es plural, como en la historia de las lenguas y en la evolución social […] El sexo es dual. Tanto por la reproducción sexuada como por su simbolización humana, que fija esa dualidad de manera estereotipada: presencia/ausencia, fálico/castrado […] Lo sexual es múltiple, polimorfo. Descubrimiento fundamental de Freud, encuentra su fundamento en la represión, el inconciente, el fantasma. Es el objeto del Psicoanálisis (p. 153). [El resaltado es nuestro].

Haciendo trabajar este ordenamiento, y reafirmando que la sexualidad pulsional es el objeto fundamental de nuestra teoría sexual, es posible avanzar en el establecimiento de distinciones que, a la par que delimiten campos semánticos, permitan identificar intersecciones y pasajes.

La diversidad de las identidades sexuadas no puede ser confundida con el polimorfismo de la sexualidad infantil. En Tres ensayos (1905), con la noción de disposición perversa polimorfa (polymorph perverse Anlage) Freud alude, por una parte, a la enorme variedad de formas en las que las pulsiones sexuales infantiles encuentran su satisfacción sin miramiento por el objeto, en la medida en que no se han erigido todavía los diques anímicos (asco, vergüenza y moral) que habrán de encauzar o inhibir su descarga. Por otra, aun cuando considera que esta aptitud es inherente a la sexualidad infantil, no deja de advertir la incidencia del otro: “Es instructivo que bajo la influencia de la seducción el niño pueda convertirse en un perverso polimorfo, siendo descaminado a practicar todas las transgresiones posibles” (Freud, 1905, pág. 173).

Por esto mismo, el referido polimorfismo perverso alude a la pulsión, no al sujeto –ni mucho menos a las formas identitarias con las que se articulan el género y la sexuación a partir del reconocimiento de la diferencia de sexos–. Tampoco puede homologarse tal disposición con los encaminamientos perversos que pueden registrarse, ya desde la infancia, a causa del fracaso en el sepultamiento del autoerotismo. Silvia Bleichmar lo aclara al afirmar que:

La pulsión tiene una disposición originaria y universal a la perversión, y esto se define solo por après- coup. En el momento de su inscripción la pulsión no es ni parcial ni perversa, sólo es. Que el niño sea compulsado por esta inscripción a satisfacer autoeróticamente esta tensión –en su cuerpo erógeno, fragmentado por el placer y no unificado aún por el yo– no tiene otro destino que la fijación y la represión de ello al inconciente; esto es lo fundamental (1993, pág. 198).

Tampoco parece apropiado el recurso a la bisexualidad constitutiva para dar cuenta de la pluralidad de emplazamientos sexuados. Si bien en los comienzos pudo ser una noción útil para desmontar la presuposición de una teleología natural en la elección del objeto sexual, el propio Freud la empleó de un modo errático, evidenciando la dificultad para su integración productiva en la teoría sexual.

Si con la apelación a una supuesta bisexualidad originaria se quiere indicar que la pulsión sexual no para mientes en el objeto, en la medida en que este es contingente y se le coordina secundariamente, alcanza con reafirmar su carácter acéfalo. En este punto, conviene recordar que “las pulsiones no son ni homo ni heterosexuales. Los fantasmas son homo o heterosexuales para el yo, no en sí mismos“ (Bleichmar, 2014, pág. 288). Las mociones pulsionales que se activan en el inconciente no admiten tal distingo ya que tópicamente no rige la lógica de la diferencia ni el principio de contradicción. Solo el yo es capaz, secundariamente, de cualificar tales mociones en términos homo o heteroeróticos a partir de las constelaciones discursivas que permiten su captura en las redes de la significación.

Este análisis vuelve a poner en primer plano la irreductibilidad de la sexualidad pulsional con respecto a las posiciones identitarias, las representaciones de género y las polarizaciones eróticas de la elección de objeto:

[…] en la medida en que no hay una integración pulsional que se resuelva en la relación con el objeto de amor, homo o heterosexual, sino que la pulsión sigue ahí, insistiendo, de forma paregenital, hay una serie de aspectos pulsionales totalmente autoeróticos […] Lo que caracteriza a la pulsión es el autoerotismo y el autoerotismo no es homo ni hetero […] Porque en su parcialidad no está jugado en una relación; lo homo o lo hetero está definido por un a completud del objeto en relación al reconocimiento de la diferencia (Bleichmar, 2014, pág. 289).

La identidad de género –como todo enunciado identificatorio– corresponde a la tópica del yo. La asignación de género se remonta a las propuestas identificatorias que parten de la fantasmatización de los atributos sexuales en el imaginario parental. Tal atribución es del orden de la cultura y no se halla determinada exclusivamente por la anatomía sino por un conjunto de significaciones. “Por medio de esta asignación de género, el adulto, sabiéndolo o no, confronta al niño con todo lo que puede haber de ambiguo en la diferencia anatómica de sexos y en lo sexual, y ello en razón de sus propias ambivalencias, incertidumbres y conflictos internos” (Dejours, 2003, p. 61).

La atribución de género no es una simple determinación social transmitida por la instancia parental, ni se halla solamente determinada por sus constelaciones narcisísticas, sino que está comprometida por la sexualidad inconciente del otro en tanto sujeto psíquico clivado.

Del lado del psiquismo infantil, la asunción del género opera con anterioridad al reconocimiento de la diferencia anatómica de los sexos y queda resignificada por la sexuación. El yo, constituido en relación con la instauración de la represión originaria que funda lo inconciente, se sostiene como un conglomerado representacional en el cual los atributos de género ocupan una posición central –si tomamos en cuenta las condiciones dominantes de subjetivación, si bien, como hemos indicado, se hallan sometidas a transformaciones que pueden desplazarlos hacia la periferia, alterar su relevancia o ampliar sus posibilidades–. Estos atributos ubican al sujeto en su referencia a las categorías sociales que cada época ofrece según los modos de construcción subjetiva, pero no subsumen definitivamente ni agotan una sexualidad pulsional cuya regulación sin resto se verifica como inalcanzable:

[…] entre la biología y el género, el psicoanálisis ha introducido la sexualidad en sus dos formas: pulsional y de objeto, que no se reducen ni a la biología ni a los modos dominantes de representación social, sino que son precisamente, los que hacen entrar en conflicto los enunciados atributivos con los cuales se pretende una regulación siempre ineficiente, siempre al límite (Bleichmar, 1999, p. 41).

La identificación es la operación fundamental que origina las condiciones para instituir la subjetividad y estructura la base sobre la cual se afirma la identidad en tanto conjunto de enunciados en los que el sujeto se reconoce a sí mismo en el marco del enlace libidinal al semejante (Bleichmar, 1995). Niñas y niños no se identifican al objeto real sino al proyecto y formas representacionales con los que se organiza la circulación simbólica y libidinal con adultas y adultos.

Los enunciados que habrán de configurar la identidad de género, una vez que se inscriben metabólicamente y estabilizan la argamasa representacional del yo, no pueden ser desmantelados sino a riesgo de desencadenar una desestructuración psíquica 4. De ahí la preeminencia de los componentes ideativos de la representación de sí por sobre el sexo anatómico asignado en el nacimiento.

Finalmente, es necesario remarcar que la identidad sexual no se establece como desenlace de la elección de objeto, sino que sus prerrequisitos se remontan a los enunciados nucleares que organizan la instancia yoica, sometidos a reensamblajes y resignificaciones a partir de la sexuación que articula atributos de género y diferencia de sexos.
Por lo antedicho, el entramado identitario en el que el sujeto se instala debe ser respetado como condición de estabilidad estructural y solo interrogado cuando su equilibramiento se encuentre en riesgo o empobrezca sus mejores posibilidades de realización subjetiva.

Considerar el complejo ensamblaje entre sexualidad, sexo, género y sexuación nos invita a no despistarnos con respecto al estatuto de lo sexual en los orígenes del sujeto psíquico y en los destinos de su constitución. La pulsión sexual conserva su carácter parasubjetivo a lo largo de toda la vida, aun cuando sus representantes permanezcan fijados a lo inconciente.

Para quienes nos emplazamos en una perspectiva crítica –que no se solaza en las formulaciones dogmáticas ni en la tolerancia senil frente a la insuficiencia de las categorías canónicas para cercar los fenómenos clínicos a los que asistimos–, no alcanza con repetir la conocida expresión de Lacan “Mejor que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época” (1988, p. 309) como si se tratara de un mantra. Examinar las teorías sexuales y las representaciones de género de las y los analistas –tanto como sus determinaciones ideológicas y de clase, podemos agregar– puede ser la oportunidad para recuperar la creatividad y la osadía de los orígenes y desplegar la potencia transformadora de una teorética y una praxis que nació para mitigar el sufrimiento psíquico y no para quedar aturdida por efecto del pasmo.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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  1. Psicoanalista. Profesor universitario de grado y postgrado en Buenos Aires, Santa Fe y Santiago del Estero. Secretario científico de FLAPPSIP (Federación Latinoamericana de Asociaciones de Psicoterapia Psicoanalítica y Psicoanálisis). Miembro del Consejo Asesor del Foro de Psicoanálisis y Género de la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires. Miembro titular de ASAPPIA (Asociación Argentina de Psiquiatría y Psicología de la Infancia y la Adolescencia). Miembro fundador de la Sociedad Psicoanalítica de Paraná. Presidente de la Asociación de Psicoanálisis “Sigmund Freud” del Litoral. Coordinador académico de la Escuela de Clínica Psicoanalítica de la Infancia y la Adolescencia (convenio entre ASAPPIA y Sociedad Psicoanalítica de Paraná). Supervisor hospitalario.
  2. Nos referimos especialmente a las leyes de matrimonio igualitario (Ley 26618 de 2010) y de identidad de género (Ley 26743 de 2012), a las que hay que agregar la ley de salud sexual y procreación responsable (Ley 25673 de 2003), de educación sexual integral (Ley 26150 de 2006) y de salud mental (Ley 26657 de 2010). Con respecto a la ley de identidad de género, se contempla que ciudadanas y ciudadanos sean inscriptos en sus documentos oficiales en función de su identidad de género autopercibida. Esto permite que las personas trans (travestis, transexuales, transgéneros) puedan solicitar la modificación del nombre y del sexo asignado en el nacimiento, tal como consta en su registro civil, para adecuarlo a su propio emplazamiento identitario, a través de un trámite meramente administrativo. Este procedimiento la convierte en una ley de avanzada a nivel internacional ya que no patologiza las identidades trans, pues no exige intervención judicial ni diagnóstico médico para obtener la rectificación. Por otra parte, contempla que los tratamientos médicos de adecuación a la expresión de género sean cubiertos por todo el sistema de salud, tanto público como privado. En el contexto de este marco normativo, se produjo en 2013 el primer caso de reconocimiento legal de una niña trans de cinco años de edad.
  3. Por “petición de principio” (lat. petitio principii: “afirmación de lo del principio”) se entiende a una falacia material que consiste en afirmar una conclusión que se incluye explícita o implícitamente en sus premisas. De este modo, lo que se pretende argumentar ya se encuentra establecido desde el principio en los presupuestos de partida: una proposición que requiere ser probada se asume sin pruebas, afirmando lo que se debe demostrar.
  4. En el carácter metabólico de la identificación podemos encontrar un criterio metapsicológico para distinguir aquellas presentaciones clínicas en las que la identidad ha logrado una estabilización estructural simbólica y aquellas otras en las que se advierte una organización deficitaria del yo asociada a modalidades de mimesis patológica.
Sexualidades diversas e identidades nómades: incidencias sobre el psicoanálisis