Entre los interesantes efectos suscitados por la sanción del matrimonio igualitario en la Argentina, figura la revisión a la que muchos psicoanalistas se han abocado en torno a conceptos claves, tales como elección de sexo, elección de goce, padre real, función paterna, el lugar de la diferencia anatómica, las identificaciones, qué es una familia, qué consecuencias puede acarrear para un niño crecer en un hogar homoparental, etc.
Lo que está a definir
Los analistas estamos concernidos por una ética que poco tiene que ver con ideales normativos, sino antes bien con la articulación entre el goce y el lazo social. No hay que ahondar mucho para bajar a tierra el concepto: basta citar la soldadura freudiana y advertir que los primeros testimonios que brinda un cuerpo erógeno constituyen el norte que orienta nuestras cavilaciones sobre la diferencia.
En efecto, la mencionada soldadura no es más que la articulación entre el goce autoerótico y la fantasía. Este crisol, que se cuece en el hervor de los primeros cuidados y se termina de soldar en la adolescencia, hace del sujeto un ser social, lo incluye dentro de la comunidad hablante, certifica la marca de un trauma: su inscripción. Se trata nada menos que de la presencia del Otro (la alteridad, el semejante, el lenguaje) en el momento de máxima y pretendida autocomplacencia.
Todo el devenir psíquico se asienta sobre esta amalgama con la que un sujeto construye su fantasma: esa elaboración significante que articula el objeto de la pulsión con la ficción necesaria para sustentar una escena en el mundo. Lo notable, paradójico y subversivo es que esta perspectiva se asienta sobre una inconsistencia esencial: una hiancia, un agujero, un malentendido estructural sin el cual no hay sujeto: esta es la diferencia que me interesa ubicar y el porvenir que me urge avizorar: La No Relación Sexual que Lacan enunció en los últimos tramos de su enseñanza. Para decirlo todo: la soldadura no es entre macho y hembra sino entre el goce autoerótico y el lazo social: la soldadura es política.
Vale ubicar el lugar que el psicoanálisis le otorga a las identificaciones y emblemas en el goce del encuentro amoroso entre los cuerpos. Según Lacan: “si Freud ha escrito en alguna parte que la anatomía es el destino, habrá quizás un momento en que se volverá a una sana percepción de lo que Freud ha descubierto, se dirá, no digo la política es el inconsciente, simplemente: el inconsciente es la política”1.
Para Jacques Alain Miller la primera formulación (la política es el inconsciente) respeta la política articulada al padre, a saber: “identificación, censura, represión, incluso la represión respecto al goce” 2. En cambio la formulación propuesta por Lacan: “el inconsciente es la política” surge no del padre sino del inconsciente como lo que está ´a definir´ ”, esto, entre otras cosas, supone que toda elección sexual es impredecible.
El Falo
A partir de Freud, Lacan ubica el falo como el término simbólico del que se sirve el sujeto para tramitar su tener y no tener, su ser y su no ser: esa inconsistencia esencial que recién más arriba citábamos. Vale la pena entonces puntuar que el falo no es el pene. En todo caso, este último – en virtud de la detumescencia que lo distingue- es el órgano mejor dispuesto para otorgar un soporte corporal al falo, pero no es el falo.
La soldadura entre autoerotismo y la fantasía sería entonces el enclave de la civilización en el cuerpo, o mejor aún, lo que constituye un cuerpo erógeno, es decir un cuerpo sede del deseo, que por ser siempre del Otro, sirve de refugio a la diferencia.
Por eso, para referirse al goce de la masturbación, Lacan enfatiza que la felicidad es del órgano y no de su portador. En efecto, el goce del pene está tramitado por, y sometido a, la interdicción del mandato exogámico, la transmisión entre las generaciones; está colonizado por la comunidad toda a través de la prohibición del incesto que el Nombre del Padre impone.
Por eso, en virtud de esta diferencia, el goce fálico siempre es fallido, nunca logra la total empatía con su objeto, habida cuenta de que el mismo está perdido desde el momento en que la alteridad que porta el lenguaje se inscribe con el trauma primordial. El psicótico constituye el mejor contra ejemplo: seres que, por haber rechazado el lenguaje , se ven aplastados -en tanto sujetos- por una fantasía desanudada, sádica e intrusiva que no encuentra límites ni negociación que la atempere , cuerpos que no hacen diferencia frente al Otro que los invade. Cuerpos sin soldadura, más bien cuerpos soldados.
El universal
El psicótico es un hombre libre –dice Lacan, no sin ironía-, es decir: un hombre sin ley que lo ampare, un in -dividuo que no accede a la significación fálica, que no alberga la diferencia. Por su parte, el neurótico -que sin duda padece los efectos de la interdicción a través de la culpa y el malestar que sustentan sus fantasías, tanto más crueles cuanto más ardientes-, cuenta sin embargo con el inmenso beneficio que le provee la equivocidad del lenguaje.
En efecto, por haber recibido el don del título fálico, se puede servir de los mecanismos de la metáfora y la metonimia para –vía la represión- poner a distancia y localizar las amenazas que lo atribulan, tramitar sus ilusiones con los sueños, y, en el mejor de los casos, servirse del más privilegiado destino que la tramitación psíquica le dispensa a un sujeto: la sublimación, esa satisfacción que, tal como afirma Lacan, no le pide nada a nadie. La sublimación necesita de la represión, aunque tan sólo para eludirla, no se sirve de ella.
La equivocidad del lenguaje es la fuente de la diferencia, el hábitat del sujeto, la materia prima con la que se constituye un mundo humano y toda la saga de tragedia, drama, arte y amor que lo distingue. Entonces, cuando escuchamos a un sujeto, intentamos detectar con qué recursos cuenta para domeñar el goce que lo aqueja o, si prefieren, escuchamos para corroborar si hay soldadura. Por ejemplo, con el fin de no cometer desastres irreparables, intentamos comprobar si cuenta con la significación fálica. De lo contrario, atendemos al singular recurso que el síntoma le provea.
Con el neurótico, también nos guiamos por la orientación que nos brinda lo real del goce, pero nos servimos de los mecanismos de la metáfora y la metonimia –condensación y desplazamiento en Freud- para acceder a ese enclave que anuda su singularidad. Por contar con la inscripción de la ley, entonces, el sujeto obsesivo o histérico está dentro del universal del falo. Esto es decisivo, hay un universal a partir del cual los seres hablantes ordenan las relaciones: la comedia de los sexos que nos habita en nuestra cotidiana vida.
Ahora bien, cuando en psicoanálisis hablamos de universal, lo más relevante a tener en cuenta es que el universal no es el todo. El todo está perdido, por esa inconsistencia esencial a la que más arriba hacíamos referencia. Por eso, si bien en un tratamiento tomamos nota del lugar que un sujeto neurótico ocupa en el ordenamiento fálico, nos servimos del mismo para llegar a ese resto que queda por fuera, allí donde habita la singularidad, más allá de los roles y las convenciones sociales.
En otros términos: se trata de incidir allí, donde apenas el lenguaje hace borde, para que ese hueso singular e irreductible –origen del malestar subjetivo-, encuentre vías para tramitarse en el lazo social
La diferencia es ética
¿Qué es lo que propicia la diferencia donde habita el sujeto entonces?
Tras relativizar los ideales de la normativización edípica, Eric Laurent observa: “Lacan deja abierta una cuestión, hay algo que separa al niño de la persona mayor, seguramente no es la edad, seguramente no es el desarrollo, ni tampoco la pubertad. En el fondo lo que separa al niño de la persona mayor es la ética que cada uno hace de su goce. La grande personne es aquella que se hace responsable de su goce.
En el niño, como en el caso del adulto, se trata de que el sujeto haya construido suficientemente el fantasma que lo anima, con la versión del objeto de la que disponga según la edad que tenga […]
Construir el fantasma consiste para el niño en asegurarse de entrada de que su cuerpo no va a responder al objeto a, que no sea el condensador de goce de la madre.”
Y luego Laurent se pregunta:
“¿Y esto cómo se hace? Los psicoanalistas no somos comadronas y esto no se separa con forceps, se separa por construcciones de ficción. […] Se trata entonces de asegurarnos que el niño haya localizado este goce en una construcción fantasmática ya que, después de todo, al fantasma en el sentido más profundo, más fundamental, nunca , nunca llegamos a ponerle la mano encima: sólo llegamos a tocar versiones del fantasma. […] Por fin, Eric concluye: “dar una versión del objeto a es esto: un modo en que el niño, incluso el niño psicótico, dé una posición, no de su inconsciente sino una posición de goce” 3
Vemos aquí entonces una perspectiva que coincide y sustenta con nuestra propuesta: amar a un niño es brindarle la posibilidad de que construya una versión del padre con la que hacer diferencia respecto al deseo materno.
Sergio Zabalza. Psicoanalista. Licenciado en Psicología (UBA); Magíster en Clínica Psicoanalítica (UNSAM); y actual doctorando en la Universidad de Buenos Aires.
- Jacques Lacan, El Seminario: Libro 14, La lógica del fantasma, clase del 10 de mayo de 1967. Inédito. ↩
- Jacques Alain Miller, “La orientación lacaniana. Un esfuerzo de poesía”, clase del 15 de mayo de 2002, inédito. ↩
- Eric Laurent Hay un fin de análisis para los niños, Buenos Aires, Colección Diva; 1999, pp. 41 y 42. ↩