El imperativo. Su goce

La felicidad en el mal

Hay algo verdaderamente picante en la reunión a la que somos invitados por Lacan en su escrito Kant con Sade. Y nos aclara que dice picante en consideración de la frialdad del hombre, refiriéndose a Kant. Kant con Sade, ¿reunión, paralelismo, comparación? ¿En qué consiste esa puesta en relación? Lacan nos dice que si Freud pudo enunciar su principio del placer (y su Más allá…) sin tener que señalar lo que lo distingue de su función en la ética tradicional, debemos rendir por ello homenaje a la subida insinuante a través del siglo XIX del tema de la “felicidad en el mal”, de la que Kant fue el punto de viraje y Sade, ocho años después, el paso subversivo.

Kant, nos dice Lacan, supo ubicar una diferencia entre bienestar (whol) y bien (gute) que está en la base de su Crítica de la razón práctica, obra que responde a una de las preguntas del filósofo de la modernidad: ¿Qué debo hacer? Kant va a establecer una nueva forma del deber que ubica al sujeto en su libre determinación. Ya estos elementos permiten indicar por qué nuestro horizonte es necesariamente kantiano: ubica a un sujeto que es libre de elegir, más allá de las leyes de la naturaleza. Esta libertad, esta autonomía hace posible otra perspectiva que incluye la posibilidad del psicoanálisis. Volviendo a la diferencia entre bienestar y bien: la búsqueda del bienestar, dice Kant, sometería al sujeto a sus objetos. Es un callejón sin salida si no renaciese el bien (gute) que es el objeto de la ley moral. En su Crítica de la razón práctica, escrita en 1788, Kant, a través de un trabajo exhaustivo, nos propone un enunciado capaz de fundamentar y orientar la acción humana: el conocido imperativo categórico. Lacan nos recuerda en su escrito que ese imperativo nos es indicado por la experiencia que tenemos de oír esa voz en la conciencia, ese mandato dentro de nosotros. Para poder afirmar, nos dice Kant, que un acto es moral, que se rige por la ley moral debe responder a la razón, a una voluntad libre pero determinada por la razón. Las leyes prácticas objetivas responden a esta condición y son válidas para todo ser racional. En cambio, las reglas prácticas subjetivas son aquellas consideradas válidas   por el sujeto solo para su voluntad. Estas últimas están guiadas por inclinaciones, sentimientos e intereses. Los objetos a donde se dirige este apetecer, este querer, son   denominados como patológicos. Las reglas prácticas subjetivas son máximas que orientan los actos, pero no son leyes. Kant intenta así sustraer todo apetecer, todo querer, a lo que define como ley moral: es un postulado a priori, se caracteriza por ser puramente formal, vacío de contenido. Se le presenta al sujeto como un deber ser, como puro significante, voz de la conciencia que no está condicionado por ningún objeto, ninguna apetencia ni inclinación, ningún placer o dolor, ni por el amor a sí mismo, ni la búsqueda de la felicidad. Es una ley universal, es para todos. Kant formula su enunciado fundamental, el imperativo categórico: Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre al mismo tiempo como principio de una legalidad universal. Y agrega: La ley de la moralidad ordena, la máxima del amor a sí mismo solo aconseja. Ahora bien, Kant subraya en su texto la importancia del prestigio de la ley moral. Dice que el frecuente ejercicio de la ley moral puede acabar provocando subjetivamente un sentimiento de satisfacción consigo mismo; incluso es propio del mismo deber fundar y cultivar ese sentimiento que es el único que merece denominarse moral. Nos encontramos así con un sorprendente sentimiento moral de satisfacción. ¿Se trata, desde nuestro campo, de un goce en el cumplimiento del deber, en la obediencia a esa voz de la conciencia? Freud señala la condición pulsional del imperativo kantiano. En El Yo y el Ello nos advierte acerca de la lógica paradojal del Superyó: Como heredero del Complejo de Edipo reúne los residuos libidinales inherentes a las identificaciones de ese tiempo y a su vez es una enérgica formación reactiva contra sus propios contenidos. El Superyo está en contra de eso mismo con lo que está constituido. De allí su vertiente insensata y cruel. Cuanto mayor es el cumplimiento del sujeto, mayor será su sentimiento de culpa. En términos de Lacan: “Es por el hecho de haber cedido en su deseo que el sujeto se siente culpable”. (La ética del psicoanálisis). El Superyo es la instancia psíquica que empuja al sujeto al más allá del principio del placer, a una compulsión de repetición que desde Lacan está articulada al goce. En el cuento El hombre enfundado, Chejov nos muestra a un hombre que está sumido en toda clase de restricciones para sí mismo y hacia los demás. Se viste de una manera en que todo su cuerpo está recubierto, incluidas sus orejas, en invierno y en verano, duerme en una cama que tiene cortinas para evitar que entre aire, etc. Tiene hartos a todos los que lo rodean con sus indicaciones, con lo que deben hacer. Ocurren una serie de vicisitudes, y hacia el final el hombre muere. Todos sus vecinos se sienten liberados. Pero, escribe Chejov, “no pasó más de una semana que la vida volvió a transcurrir como antes, igual de severa, fatigosa, estúpida, una vida no prohibida por alguna circular pero tampoco del todo permitida.; no se volvió mejor.” Lo ineludible del malestar, el goce de la renuncia, el goce de un imperativo, territorio superyoico del sacrificio. La voz del Superyo pulsiona al cuerpo desde esa orden de gozar, a la que se obedece sin comprender: ¡Goza! Pero gozar es imposible, la Cosa (Das ding) nunca se alcanza. Es una voz atronadora porque no tiene el amparo de la palabra, no es posible interpelarla. Esto remite al desamparo primordial y a la alienación necesaria en el campo del Otro. Hablamos con los significantes que recibimos del Otro. En este sentido, el superyo es paradojal porque sin esa voz no nos constituimos, pero es el trauma al cual retornamos en el goce que nos hace objetos, que nos animaliza. El mandato introduce al sujeto en los infortunios de la obediencia, de la virtud de las mejores intenciones, y en las inhóspitas trampas de la instancia de vigilancia y castigo. El deseo no puede ser disimulado al Superyo. En este sentido, mala intención y mala acción coinciden. De allí que en algunos casos el sentimiento de culpa precede al acto delictivo en lugar de seguirlo. El superyo se articula con la ley, no en su efecto pacificante sino como versión desquiciada de la ley.

Frente a Kant, el otro invitado, el Marqués de Sade, también autor de una obra monumental, oculta durante mucho tiempo por escandalosa. Él mismo estuvo encerrado durante 27 años, preso por supuestos delitos sexuales y especialmente por su escritura que provocaba espanto. Lacan nos refiere que la suya es una filosofía de panfleto dramático, con iluminación de escenario. La escena en la Filosofía en el tocador (1795) es la del libertino, la del vicioso y sus enseñanzas. La obra lleva por subtítulo: Los instructores inmorales, Diálogos destinados a la educación de las jóvenes señoritas. Y agregará luego en boca de la Señora de Saint-Ange: “para pervertirla y degradarla, para aplastar en ella todos los falsos principios de moral, virtud y religiosidad con los que pudiesen haberla aturdido”. Lacan señala que el nervio (una palabra muy sadiana) del factum en Sade está dado en la máxima que propone su regla al goce, insólita en tomar su derecho a la moda de Kant, por plantearse como regla universal: “Tengo derecho a gozar de tu cuerpo, puede decirme quien quiera y ese derecho lo ejerceré sin que ningún límite me detenga en el capricho de las exacciones que me venga en gana saciar en él.” Sade, escribe Lacan, funda sus principios en la doctrina de los derechos del hombre. Como ningún hombre es propiedad de otro nada impide el derecho de todos a gozar de él, cada uno a su capricho. Y hace referencia al fondo matador de todo imperativo. ¿Qué mata todo imperativo?

Para el héroe de Sade, nos dice Blanchot en Lautreamont y Sade, nada amenaza su poder de hacer lo que le place. Sólo conoce su placer y, para asegurarlo, tortura y mata. ¿Y si cambia la fortuna? ¿Si él resulta víctima?, le pregunta Justine, una de las heroínas sadianas. Él va a descender a mayor profundidad en su sistema y a mostrar que al hombre que se vincula con energía al mal, al hombre del egoísmo absoluto nunca puede sucederle algo malo.  Este descenso en el sistema está conducido, al decir de Blanchot, por una operación de negación. Cada vez que un libertino percibe alguna dependencia, algún amo que amenaza su poder, hace un movimiento para preservar su poder. “Ser amo de mí significa ser amo de los demás, pero necesito de los otros aunque sea para reducirlos a la nada”. Clairwill le dice a Saint fond: “No mates por más tiempo al mismo individuo, lo que es imposible, sino asesina a muchos otros, que es muy factible”. El gran número es una solución más correcta. “Nada divierte, nada calienta la cabeza como el gran número”. Hay una idea de igualdad que sostiene el razonamiento de Sade. Todos los seres son iguales en su nulidad y el libertino, al reducirlos a la nada, no hace sino volver evidente esa nada. En esas ejecuciones gigantescas los que mueren no poseen ya la menor realidad, si ellos desaparecen con esa facilidad irrisoria es porque han sido antes aniquilados por un acto de destrucción absoluta. Esta negación que se realiza a la escala de los grandes números está destinada a superar el plano de la existencia humana.  “El libertino desnuda a sus víctimas, sólo para vestirlas con la camisa transparente de sus números”, escribió Octavio Paz. El héroe sadiano intenta afirmarse así en su autonomía, no depende de otros porque los otros son nada. Para Sade lo que es grande, lo que es todo es el espíritu de destrucción, que se identifica en su sistema con la naturaleza. Su argumento es que el crimen está más de acuerdo con la naturaleza, que quiere crear y tiene necesidad del crimen que destruye. Pero a fuerza de encontrar en la naturaleza una referencia indispensable Sade se irrita poco a poco y su odio se le vuelve insoportable: “Sí, amigo, aborrezco la naturaleza”. Sade descubre así que la negación es poder y toma del vocabulario de su tiempo un principio que por su ambigüedad representa una solución ingeniosa: el principio es la energía. Que es a la vez reserva y gasto de fuerza. No es de acuerdo con la mayor o menor virtud o vicio como los seres son desgraciados o felices sino de acuerdo con la energía de la cual dan pruebas En una vida peligrosa, dice Sade, lo importante es nunca carecer de la fuerza necesaria para franquear los últimos límites. Sade ha comprendido perfectamente que la soberanía del hombre enérgico es un estado paradójico. El hombre integral, nos dice Blanchot, que se afirma completamente, es insensible. Ha empezado por destruirse él mismo en tanto que hombre, después en tanto que Dios, después en tanto que naturaleza, y así se ha convertido en el Único. Ahora todo lo puede porque la negación en él ha acabado con todo. Aquí Sade recurre a una concepción muy coherente: la apatía. El hombre verdadero sabe que está solo y lo acepta; todo lo que en él se relaciona con otros lo niega: la piedad, la gratitud, el amor, el remordimiento, son sentimientos que se propone destruir y al hacerlo recupera la fuerza, la energía. Pero la apatía no consiste solo en rechazar las pasiones parasitarias, sino también en oponerse a la espontaneidad de cualquier pasión. Todos los grandes libertinos que llegan a espantosas anomalías se han vuelto insensibles, gozan de su insensibilidad y se vuelven feroces. Es el crimen a sangre fría, la cara del asesino debe mostrar la máxima tranquilidad.

 

El goce de la apatía

Es palpable cómo se van acercando el mundo sadiano y el kantiano, ambos proponen un imperativo, y una renuncia a las propias inclinaciones. Nos dice Lacan en La ética del psicoanálisis: «Si se elimina de la moral todo elemento de sentimiento, si se nos lo retira, si se lo invalida, toda guía que sea en nuestro sentimiento, al extremo el mundo sadiano es concebible —incluso si es el reverso y la caricatura —como uno de los cumplimientos posibles del mundo gobernado por una ética radical, por la ética kantiana tal y como ella se inscribe en 1788”.

Adorno y Horkheimer en el ensayo Juliette o Iluminismo y Moral (1947) que precede a este escrito de Lacan, establecen un paralelismo entre la obra de Kant y la de Sade.  Dicen que este dominio de sí, propio del héroe sadiano, se relaciona con la idea de virtud en Kant, que implica reducir bajo el propio poder de la razón todas las facultades, sentimientos e inclinaciones propias al deber de la apatía. Pues si la razón no toma las riendas, los sentimientos y las inclinaciones se adueñan del hombre. La apatía, entendida como fuerza, es un presupuesto indispensable de la virtud. Clairwill, otra heroína de Sade, le dice a Juliette: “mi alma es dura y estoy bien lejos de anteponer los sentimientos a la feliz apatía de la que gozo”. Si suponemos el goce de la apatía, el sujeto kantiano y sadiano están sujetos a ese goce. La apatía como defensa frente al deseo.

 

El Imperativo en la cultura

El malestar en la cultura incluye hoy, y desde hace algunos años el imperativo de las redes sociales: ¡Conectate! ¡Informate! “¿Cuánto tiempo de tu vida podemos hacer que nos des?”, dice la voz en off en el documental El dilema de las redes sociales. Nos advierte que se trata de un imperativo de la tecnología de características diferentes a lo conocido. La matrix trabaja con la información que detecta en los usuarios y va sesgando la información que les envía con un efecto apenas perceptible de manipulación. El dispositivo digital de las redes sociales, con sus enigmáticos algoritmos, crece, a diferencia de otros objetos tecnológicos, de un modo exponencial. Trabaja sobre esa zona disponible en cualquier sujeto, aquella que implica la división del sujeto contra sí mismo, territorio del superyo, en la medida en que puede ofrecerse en sacrificio a la voz que lo conmina a obedecer, al goce de la renuncia ya mencionado, correlativo del goce de la apatía y sus efectos: el imperio de los mecanismos de autopunición y, en su articulación con la apatía sadiana, la ausencia absoluta de empatía con el semejante. Es claro que las consecuencias son necesariamente más ominosas en niños y adolescentes, por la vulnerabilidad que supone una subjetividad en constitución en unos y los avatares del abrochamiento del fantasma en los otros. El mencionado documental hace referencia al significativo aumento de los índices de suicidio en adolescentes por el cambio gradual e imperceptible que va suscitando en cómo piensa y cómo se percibe el adolescente a sí mismo y a los otros. En el lazo social se tramita la relación entre los significantes y el cuerpo. Si el apoyo del otro es reemplazado por dispositivos tecnológicos, resulta afectada la constitución del lazo social a partir del complejo del semejante así como la elaboración de la pulsión. Hace unas semanas, en La Plata, un niño de doce años cayó de un sexto piso al intentar recuperar su celular desde una terraza. Había atado su teléfono a un globo de gas para grabar un video en tik tok. El documental mencionado subraya el efecto de hechizo, agregamos: de hipnosis, inherente a los dispositivos de las redes sociales. El niño de doce años, pasó a ser él mismo su teléfono atado a un globo que lo llevó a donde éste “quiso”. Somos ratas de laboratorio, dice el documental. Pero en este experimento el experimentador mismo puede ser objeto de “su” maquinaria de goce, el “trabajo” de los algoritmos. No puede calcular los efectos que provocarán en la humanidad, de la cual forma parte.

Freud nos advirtió en el Malestar en la cultura acerca de las tres fuentes de malestar:   la naturaleza, el cuerpo y la relación con los otros. El psicoanálisis se ocupa de esto último: el lazo social. La responsabilidad del analista comporta, en la encrucijada presente, el desafío de investigar y de hacerse escuchar en un mundo cada vez más necesitado de los dispositivos digitales por el necesario aislamiento que promueve la pandemia. Pandemia que pone más que nunca en evidencia el imperativo del mercado, que no es ajeno al de las redes sociales. Las empresas de Internet son las que más se han enriquecido en toda la humanidad, nos advierte el documental mencionado.  El psicoanálisis tiene algo que decir, su ética es el deseo, ajena a todo imperativo, y conoce de cerca los efectos clínicos de “la gula del Superyo”, ese Otro desabonado de la falta que se traga al sujeto dejándolo librado a un hacer compulsivo, lanzado al goce de la apatía, goce de la obediencia a una voz a la que no se puede interpelar, que le impone ceder en su deseo. Aunque es innegable que la tecnología, incluidas las redes sociales, abren importantes posibilidades incluidas las de generar y mantener lazos sociales, son tiempos de despertar. Nos concierne interrogar la relación entre lo digital y lo inconsciente, los efectos en la subjetivación de ese otro enemigo invisible. El Superyó, en su vertiente feroz, es un agente de la pulsión de muerte. El psicoanálisis, su práctica, consiste en introducir al sujeto en el orden del deseo; la articulación de la falta en el Otro implica suspender la obediencia, que siempre es obediencia de-vida.

 

Bibliografía

  • Lacan, J. Kant con Sade (1963) en: Escritos 2, Editorial siglo veintiuno editores
  • Freud, S. El yo y el ello (1923) Tomo XIX Amorrortu Editores
  • Kant, I. Crítica de la razón práctica (1788) Editorial Losada
  • Sade, Marqués de: Filosofía en el tocador (1795) M.E. Editores, S.L
  • Los infortunios de la virtud (1791) Editorial El cuenco de plata
  • Blanchot, M. La razón de Sade en: Lautreamont y Sade (1949) Fondo de cultura económica
  • Horkheimer – Adorno. Juliette o iluminismo y moral en: Dialéctica del iluminismo (1944) Terramar Ediciones