Eros y Thanatos

Las perlas del aislamiento

Por Santiago Erauskin
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Para Rodolfo, mi papá.

A hurricane made of love will come
And we only have to wait
Thousands and thousands of beautiful flowers
They will color the world
And you and me we’ll hug again after the hurricane.

De un comercial

 

Justo la última vez que mis hijos vinieron a visitarme declararon por la tele la cuarentena. No me extraña. Ellos son así y cuando están con su novio, más todavía. Entre los tres te dan vuelta todo. Tienen el poder de un eclipse o de un asteroide que pasa a esto de la faz de la Tierra.

Según ellos cayeron porque se les había roto el lavarropas y querían usar el nuestro. No me fío. Sebas, mi pareja, menos desconfiado que yo, les dijo que todo bien y los arreó al lavadero. Cambió la cara cuando vio las tres mochilas que trajeron a punto de explotar y enseguida les advirtió que ni se les ocurriese poner toda la ropa de una pero ya era tarde. Metieron hasta las remeras que tenían puestas y la pobre máquina quedó atragantada de tanta prenda. Jugaron con el jabón en polvo tratando de hacer burbujas e inhalaron el suavizante como si lo pudieran beber por la nariz. Los ciclos del lavarropas —y los del  secarropas, más tarde— trazarían los límites del tiempo de la visita interesada. Lejos de desilusionarse por la espera se instalaron en el living donde desplegaron todos sus talentos. Ya sabía cómo venía la secuencia. Busqué un rincón prudente desde donde poder observarlos porque si te quedabas cerca te abducían igual que el trencito Carioca. Elegí la puerta de la cocina donde estaba Sebas haciendo algo equis tratando de ignorar a los monos que armaban el bardo de siempre. Prendieron la tele para no darle bola, pusieron la música al mango y hablaron entre ellos a los gritos aunque estuviesen a dos centímetros de distancia. Jodieron con sus celulares y se mostraron memes y mensajes absurdos. La ropa ya era un asunto del pasado. Corrieron los muebles en busca de un espacio escénico y Juan y Martín, arbitrados por Whisky, jugaron al espejo. Lo hacen desde chicos. Los gemelos se enfrentan y uno tiene que ir copiando los movimientos del otro sin reírse. Así, en cueros como estaban parecían performers de una obra conceptual. De pronto ya estaban tomando cerveza. ¿De dónde sacaron los vasos? Martín me mostró su nuevo piercing lingual del tamaño de una naftalina. “Mirá, pa: soy el muchacho de la perla” me dijo. “De la Perla del Once” agregó Juan, “Callate, Bi-oncé” retrucó Whisky. Listo. Se había activado el loup de pelotudeces escalonadas. Ay dios, no paraban más. Y ese piercing en la lengua. Era un milagro que se le entendiera lo que decía. “Me voy a hacer otro igual acá” dijo mientras se señalaba alguna parte de la cara. Pusieron un tema de WOS y del baile pasaron a las manos. Fue un arcoíris de cachetadas, pellizcones, patadas voladoras y tomas de un yudo improvisado con gritos y puteadas por cierto muy zarpadas. “Cara de pija” se decían. Nunca había escuchado algo así, tan fuerte. Después mariconeaban con “Me rindo, me rindo, me rindo” y enseguida el contraataque y otra vez lo mismo. Con Sebas los mirábamos en silencio. Era como ver una película muteada: nos faltaba algo para entender bien lo que pasaba. “El muchacho de la perla” pensaba yo. ¿Se refería al cuadro holandés? ¿Cómo lo conocía? “Córtenla. Van a romper algo” y tal cual. Dos estantes de vidrio con todas sus fantasías incluidos tres portarretratos estallaron en mil pedazos contra el piso. Hubo un solo y único segundo de silencio y otra vez entraron a la vorágine espiralada para echarse la culpa. Juan me preguntó con las cejas bien altas si por casualidad no tenía La gotita. Me sentía un pez naranja aislado en una pecera y ellos del otro lado, boludeando felicidad. Sebas resignado, se puso a freír unas milanesas.

Cuando se fueron, todo, absolutamente todo en la casa evidenciaba que ellos habían estado acá. El lavarropas, por empezar. El charco de agua que dejaron en el piso parecía como si la máquina se hubiese pillado del relax una vez pasado el stress. Afuera el mundo anunciaba una transformación radical con miles de enfermos y muertes masivas. Las cosas iban a cambiar, seguro. Bueno, por algo vinieron. No fue una casualidad.

Este dibujo es de memoria. Lo empecé esa misma noche y lo seguí después cuando hablaba por teléfono con ellos. Lo hacíamos cada dos días más o menos. Y el dibujo fue saliendo sin ningún apuro, con unos lápices que nunca uso y con grafismos que tampoco sé muy bien cómo aplicar. No me preocupé demasiado. Estos son mis hijos con su novio tal como los recuerdo la última vez que vinieron de visita. Y me parece que vinieron para decirme que son indestructibles o algo así. Sé que están bien, lavando la ropa a mano y aceptando las nuevas medidas de aislamiento y prevención igual que se acatan las reglas de un juego. Como ese abismo que atrae, extraño a estas criaturas con la fuerza de un huracán que arrasa con todo. (Buenos Aires, 2020).

Santiago Erauskin

Las perlas del aislamiento, 2020. Lápiz-pastel sobre mdf, 100 x 140 cm
Las perlas del aislamiento