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Experiencia de Transformación de Institutos de Menores

Por Lic. Luis Mamone
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El presente relato da cuenta de una experiencia vivida por un grupo de miembros del Centro Oro en el Instituto de Menores denominado en aquel momento como “Úrsula L. de Inchausti” en los años 80.[1]

El Dr. Octavio Fernández Mouján, en aquella época asesor ad honorem de la Secretaría de Desarrollo Humano y Familia, propone a las autoridades de la Subsecretaría del Menor y la Familia llevar adelante la transformación de un Instituto de Menores en Comunidad Terapéutica Familiar y a posteriori trasladar dicha experiencia a otras instituciones de características similares.

Esto significaba intervenir sobre las denominadas “tumbas”, retirar definitivamente el personal del Servicio Penitenciario Nacional y fundar el nuevo Centro de Orientación y Prevención conocido por todos como “El COP”.

Junto a las autoridades locales fuimos fijando las pautas iniciales:

Transformar la institución, creando una amplia estructura familiar que permitiera dar contención afectiva y cuidados, instituir leyes claras con sentido de autoridad y rescatar un proyecto de vida grupal y personal.

En la experiencia debían incluirse la totalidad del personal tanto asistencial como administrativo, no como meros observadores sino como participantes activos.

Los adolescentes serían coprotagonistas del proyecto y sus familias en sentido amplio se incluirían en la experiencia.

Tendría carácter asistencial y preventivo a la vez, y lo haríamos por etapas, de acuerdo a nuestras posibilidades y condiciones.

La población de adolescentes que se alojaba en la institución tenía como denominadores comunes que eran varones de entre 13 y 17 años que habían sido derivados por severos problemas de conducta. Jóvenes con primera causa penal conducidos por los juzgados de turno, como así también nos encontramos con menores que habían sido institucionalizados por “amparo” o directamente por “descarte” por no haber sido diagnosticados correctamente en términos de salud mental.

El principio fue el caos. Nos encontramos con una institución caótica, atomizada e incontinente que impedía toda posibilidad de cambio o renovación. La población adulta estaba perturbada por motivos varios, donde muchos se sentían sobrecargados, solos y desprotegidos y otros resistentes a entrar en un nuevo orden que los alejara de sus “negocios” clandestinos.

A poco del inicio, fuimos descubriendo con ayuda de los menores, la existencia de una institución paralela que funcionaba en horario nocturno como “aguantadero” donde se albergaba transitoriamente a jóvenes delincuentes que repartían su saqueo, por lo común autoestereos, con algunos empleados de planta. Todo esto nos obligó a intervenir de forma enérgica, determinada y clara en la forma de aplicar sanciones y medidas preventivas dentro de los reglamentos institucionales vigentes.

El comienzo fue conformar un espacio grupal reflexivo de todos los mayores (técnicos, orientadores, administrativos y directores). Estas reuniones tenían como objeto integrarnos e ir tomando conciencia del proyecto común.

La tarea con el personal fue muy difícil, pues simultáneamente había que resolver el malestar que provocaba el mal estado edilicio, las condiciones laborales o las demoras circunstanciales en la liquidación de sueldos.

La dificultad de encuadrarse en el proyecto llevaba muchas veces a la impunidad. Se pudo apreciar claramente las verdaderas dificultades que requería la integración comunitaria. El personal se mostraba desorientado y muchas veces adverso.

Este sector pasó inicialmente un periodo reclamando a la dirección menor verticalidad en las normas, luego cayeron en una especie de caos al comprobar que habían caído en la contradicción de tener que actuar en lugar del personal de penitenciaría y también pretender mantener el orden sin que la dirección tuviera una férrea decisión.

Esta situación provoco una serie de vaivenes en el manejo de los menores, quienes oían dos mensajes, a saber los que surgían arbitrariamente a favor de intereses personales y los que se debatían en las asambleas donde se insistía en la importancia de establecer reglas de juego claras para una convivencia con autoridad.

Los orientadores aún no habían terminado de comprender que la comunidad incluía la permanencia de una autoridad jerarquizada, respaldada por el grupo comunitario. Su resistencia a ser “policías” les impedía entender que autoridad no es represión y menos aún autoritarismo. La pérdida de autoridad los había llevado a tener que sustentar un lugar inestable de fusible.

Desde el polo de los menores también se generaron idas y vueltas. Momentos de indisciplina y violencia se sucedían a momentos solidarios y de autogestión comunitaria.

Habíamos transformado el rol de agente de seguridad en el de orientador terapéutico. La enorme ansiedad que despierta el permanente contacto con los adolescentes tenía que ser elaborada en el grupo. El monto  de fuerzas transferenciales dificultaba la tares. Necesitábamos encontrar la distancia adecuada. Distancia necesaria para la contención y discriminación.

Nuestra apuesta fue siempre a los espacios reflexivos de unidad grupal,  lo cual nos permitió rescatar un pensamiento propio en la elaboración de las distintas estrategias que diseñamos a lo largo del tiempo.

Poníamos orden en el adentro, pero nos desordenaba la estructura mayor en la cual estábamos insertos. Minoridad se caracterizaba por los cambios de autoridades, por las diferencias de método e ideologías coexistentes y por consiguiente las fracturas institucionales.  Los rumores de amenazas de intervención eran permanentes.

Todo esto generaba: Un clima tenso de sospechas y desconfianza, se rompía un encuadre de trabajo al pretender el grupo resolver ilusoriamente diferencias políticas, ideológicas y metodológicas. Aparecían posturas más personales o sectoriales y se rompía la unidad del grupo. Y finalmente aumentaba la no credibilidad sobre la política proyectada por los estamentos superiores. Sabíamos que no pocos estaban esperando que esta experiencia se quebrara.

Un ejemplo manifiesto fue el inicio de una obra de reconstrucción edilicia llevada a cabo en los sectores de archivo y maquinarias que impedía el normal funcionamiento de los servicios sanitarios, las puertas de ingresos y egresos y los ámbitos de privacidad, entre otras cuestiones. Los escombros y materiales de construcción fueron habituales en los patios y pasillos del edificio.

Frente a todo esto, decidimos desafiar al grupo comunitario y entender el momento de hostilidad como prueba iniciática de cambio y transformación. De crisis en crisis vital. Nos jugábamos la suerte de todos en la experiencia que compartíamos, y que mucho dependía de nuestra producción.

Frente a todos los inconvenientes presentados y a los riesgos expuestos, los jóvenes no solo no produjeron episodios conflictivos, sino que colaboraron con algunas tareas correspondientes a la obra.

Acaso fue en el momento en donde todo parecía perdido, que el grupo renació de sus cenizas. Empezábamos a participar más claramente de una identidad grupal y sentíamos la producción de una cultura nueva comunitaria.

En aquel momento habíamos construido una organización que incluía normas de convivencia y régimen de vida que contaba con actividades terapéuticas, recreativas, laborales, deportivas y pedagógicas. Participábamos de un clima familiar que rescataba valores fundamentales como la solidaridad, la democracia, el respeto y  la valoración del derecho a crecer. A pesar de los errores, las contramarchas y contingencias diarias teníamos confianza en nuestro poder legítimo.

Comenzábamos a ser reconocidos. Poco a poco se reconstruía el diálogo con el Poder Judicial. Ante la evidencia de los cambios producidos los jueces comienzan a apoyar el proyecto. Fue así que llegamos a un momento fundamental de nuestra historia. La posibilidad de mudarnos a un nuevo edificio. Aquella “mudanza” tenía un sentido simbólico inconfundible. Las energías grupales se renovaron y se multiplicaron.

Nuestra estrategia en defensa del proyecto nos inclinó a pensar que era el momento de “exportar” el modelo a otras instituciones, que si bien requerían una metodología acorde a sus particularidades, serían eficaces aliados. Fue así que se incorporaron a la experiencia el Instituto Santa Rosa y en menor medida el Instituto Dr. Luis Agote.

La nueva casa marcó un antes y un después. Sabíamos que cualquier establecimiento humano nuevo es en cierto sentido una reconstrucción del mundo. Estábamos “consagrando” un espacio de innovación y referencia. Esto aceleró el proceso de crecimiento.

Los jóvenes participaban de la organización y marcha de la comunidad. Los de mayor recorrido fueron expertos admisores de las nuevas derivaciones. Sus presencias impactaban a los nuevos jóvenes, sobre todo a aquellos que habían transitado por otros institutos. El mensaje era potente. El cambio era posible.

Es importante destacar el protagonismo que tuvo la “Multifamiliar”. Este espacio, constituido por familiares directos o indirectos de los jóvenes, trabajaban para reconstruir las funciones familiares fallidas y para testimoniar y presionar a los jueces a favor de la experiencia comunitaria.

Esta “gran familia” era integrada por padres pioneros, cuyos hijos habían egresado del proceso de institucionalización, padres que llevaban cierto tiempo con hijos incorporados y padres nuevos cuyos hijos recién eran admitidos en la comunidad.

Al comienzo del proceso los padres querían solamente una cosa. Retirar a los hijos de la “internación” porque no habían “hecho nada”. Con el tiempo y los resultados a la vista, “recomendaban” recorrer las etapas evolutivas del proceso y se ofrecían para colaborar con todo tipo de aportes. Se habían hecho fuertes frente a los jueces de turno.

Luego del primer año largo del recorrido pudimos abrir las puertas y salir a conquistar el “afuera”.

Éramos una comunidad “ambulatoria”. Muchos jóvenes ya concurrían a las escuelas públicas donde cursaban regularmente sus estudios primarios o secundarios y luego se integraban a las actividades internas de la institución. Concurríamos a recitales de rock populares, visitábamos centros culturales, realizábamos campamentos de fines de semana, algunos de los jóvenes entrenaban en disciplinas deportivas de otras instituciones, y así en múltiples actividades.

En estos “movimientos” era sumamente difícil distinguir quién era padre, orientador, voluntario o ex miembro de la institución. Se visualizaba grupo.

En lo interno los jóvenes participaban del aseo y mantención de la casa, como asimismo de todo lo referente a la ayuda escolar y en la conformación y asistencia de los distintos talleres de capacitación y arte.

Nuestra experiencia se desarrollaba en un país que nos nutría y marcaba con lo mejor y lo peor de su historia de recuperación de las instituciones públicas.

Llevábamos dos años y medio de trabajo intenso. Nuestra intención seguía siendo crecer. Nuestros mayores esfuerzos estaban puestos en dos puntos importantes: El régimen de “libertad asistida”, que implicaba el manejo ambulatorio de ciertos menores que podían ser atendidos en su problemática personal y familiar sin necesidad de ser internados en los institutos. Y por otro lado un nuevo proyecto denominado “las casitas”, que consistía en la formación de grupos pequeños autogestivos egresados de la comunidad que sin contar con recursos apropiados, iniciaban una nueva experiencia de convivencia en viviendas pertenecientes a una institución deportiva de la provincia de Buenos Aires.

Finalmente nuestra “criatura” llevaba tres años de existencia, enorme cantidad de egresados y un modelo consolidado. Sin embargo estábamos recibiendo el duro impacto traumático del final accidentado de la experiencia que también llevábamos a cabo en el Instituto Santa Rosa. En un clima altamente persecutorio con la modalidad de “motín” institucional se emprendía el final de la experiencia en la institución “hermana”. Muchos intereses perversos se vieron afectados y generaron una gran reacción institucional adversa.

Con lo acontecido sentíamos que nuestro final institucional podía estar cercano.

Esto hizo que nos preparáramos para una muerte próxima probable. Reforzamos y resguardamos los vínculos grupales y concordamos una estrategia que consistiera llevar al “afuera” nuestra organización llegado el momento de abandonar la estructura “Minoridad”.

Esperábamos un ataque impulsivo, artero y espectacular, como se había consumado en el Santa Rosa. Nos equivocamos. Fue una tarea de desgaste paulatino, sigiloso y constante. Recortes presupuestarios, manejos inconsultos en las derivaciones, vaciamiento institucional, mayor burocratización de los canales administrativos que antes eran sumamente efectivos y autoritarismos varios fueron las modalidades ejercidas para la desactivación.

Por nuestra parte, acordamos con los jueces pertinentes las tramitaciones para que ningún menor permaneciera en la institución y proseguir los tratamientos en forma externa con sede en el Centro Oro hasta la culminación de cada caso.

Comenzábamos a cumplir el proyecto de “Libertad Asistida”.

Por otro lado el proyecto “Las Casitas” se pudo cumplir en parte y durante un lapso prolongado.

Sentimos que esta historia no tiene final, que se convirtió en semilla para ser aplicada, mejorada y cuestionada en nuevas experiencias y que finalmente demostró que otros caminos son posibles para el tratamiento de jóvenes con problemáticas psicosociales complejas.

[1] La experiencia ocurrió entre 1985 y 1988

Experiencia de Transformación de Institutos de Menores