Dossier

El deseo abaratado a una suerte de demanda intolerante a la postergación de la satisfacción narcisista

El amor en tiempos de redes sociales

Por Sergio Zucca
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“Ser psicoanalista es saber que todas las historias terminan hablando de amor” 

Julia Kristeva

 

«En mi corazón se encerraban todas las palabras que hubiesen justificado mi silencio, pero no pude pronunciarlas, porque no tenían forma, ni poseían gramática, ni cabía acoplarlas en frases que se pudieran articular con palabras, así comprendí que nunca lograría hacerle entender lo que sentía»

Walter Benjamín.

Como ha señalado Colette Soler, recientemente, las redes sociales, la virtualidad, pueden ser una suerte de compensación (imaginaria) -y no la causa- de la disgregación del lazo social en nuestros días.

El lazo social está hecho de discursos y de cuerpos. El cuerpo, tal como lo entendemos usualmente, pero también, ese cuerpo simbólico, ese primordial, que es del lenguaje -en su materialidad- del que estamos hechos. Los fenómenos de desmembración social, a medida que nos “desarrollamos” en las sociedades contemporáneas, suponen sino una devaluación, un cambio de sentido de lo instituido, de los ideales de una época, para nosotros no muy lejana. El amor, en todas sus formas, está depreciado. El ideal platónico del Uno, del reencuentro de las almas gemelas, por un lado, o del amor como apetencia basada en la carencia, están cada vez más silenciados por los nuevos objetos de consumo, que transforman a los vínculos mismos, según las leyes del mercado, como objeto de uso, de intercambio o de consumo. Las primeras consecuencias: la agresividad, el odio, pero, más aún el cinismo, la canallada, la indiferencia, la apatía y la desesperanza en el otro (Otro).

La virtualidad podría ser una respuesta desesperada a lo real brutal que asoma -sin veladuras- que lacera la operatoria del fantasma como intento de respuesta a los signos del amor en nuestra época. Las palabras escritas reemplazan a la voz como soporte, que median la distancia entre los cuerpos, cada vez más imaginarios, que, montados en un imperativo de goce exhibicionista, buscan su par en una suerte de obsesión escópica. Lo virtual (imaginario) como respuesta a lo real (la realidad, pero también lo real en sentido lacaniano) que desborda por todos lados. La virtualidad como nueva forma de lazo y nominación, como tratamiento del vacío. Nuevas familiaridades se construyen en torno a las “redes sociales”, los nuevos grupos virtuales, los contactos, elevados sin más, a la categoría de amigos, y la búsqueda de notoriedad, como forma actual de encarnarse el deseo de reconocimiento. El deseo así está abaratado a una suerte de demanda intolerante a la postergación de la satisfacción narcisista, a lo que se suma a un desprecio por el pasado y la historia. En este sentido, ser psicoanalista es una manera de resistir al des-enlace social.

El amor, o eso que se llama tal en nuestros días, entrelazan cuerpos y soledades con la misma urgencia que los separan, sin cartas de despedida ni palabras por decir, ni tan siquiera silencios que callar. El amor posmo es volátil, incorpóreo, etéreo, sin densidad ni espesura. Como dice un amigo, son amores comprometidos con el descompromiso, encuentros casi siempre malogrados, comprometidos con el descompromiso, que no prometen para evitar decepcionar no cumpliendo; son, amores que no enamoran. Eluden la poesía, las flores, las lunas, son amores al paso, sujetos a la oferta y la demanda. Se quiere nada, es demanda sin deseo, deseo agobiado por la declinación del Otro como Amo.

La palabra, en este oleaje manso de soledades, tal viento que acaricia desiertos, vaga sin esperanzas. Y en cierto modo, es porque la palabra, como dice Juan Gelman, sólo el alma sabe dónde ella -la palabra amor– se encuentra con él (el amor). Pero ella, el alma, no puede explicar ni cuándo ni cómo, allí las palabras naufragan en un vacío “como el silencio que hay entre dos rosas” (Gelman: poema lluvia, Eso, 1988).

Pero ¿qué es el amor?: ¿Ansia de completud? ¿Un deseo fugaz? Si el amor es lo que permite ir del goce de uno -del Uno- al Otro, de inscribir el goce propio –autoerótico, autístico- en una relación posible con el Otro (otro), no es menos cierto que, enamorarse supone confrontarse con la falta propia (la castración), estar en falta, mostrar o confesar que el otro –o algo de él- es lo que me falta. Es poder revelar que algo se quiere del otro; otro que dará entonces lo que no tiene, su propia falta. Pero amar no es suficiente, es necesaria la prueba, que el amor se haga signo, que se signifique. Eso es lo que ocurre en la demanda de amor, dar prueba de la propia falta, un “vos me faltás”. No es dar algo, es dar nada, por eso mismo, pedir un imposible: dar nada, lo que no se tiene, lo imposible de dar: como la luna misma. Prometer bajar la luna (incluso la tapa del inodoro) es un signo inequívoco de amor, precisamente por eso, porque es imposible. Es decir, que esa demanda de amor no queda nunca satisfecha. Es por tanto un imposible. Y es el mismo Borges, quien, comprendiendo así la cuestión, lanza su apotegma: “El amor exige pruebas sobrenaturales, uno querría que la persona que está enamorada o enamorado de uno le diera pruebas milagrosas de ese amor”. Alejandro Dolina lo dice con cierta radicalidad: “no hay mejor amor que el que nunca ha sido”. Pero allí, coloca al amor mismo como lo imposible.

Marie-Hélène Brousse dice que Lacan «distinguía entre el amor imaginario, el simbólico y el real. El primero es el flechazo, donde el otro es lo que menos importa porque es algo de nuestra imaginación; el simbólico era, para Freud, el amor al padre; y después está el amor real, que es el amor sin piedad. Es un amor que no busca reciprocidad y que no se engaña, uno conoce los defectos del otro pero aún así lo quiere«. Es claro que en nuestra época, es el predominio del primero, el que se observa con enorme contundencia.

El amor en nuestros días, no cree en la palabra, no es una metáfora decirlo

El amor es un significante, y es también una metáfora. En el amor siempre hay transferencia. Nuestra infancia se revive en cada amor. Para que el amor funcione, éste debe poder metaforizarse, es decir, debe haber reciprocidad entre amante y amado; deben poder cambiar sus posiciones para que de ello el amor tenga sentido.

Pero si el amor es un significante, y es también una metáfora, lo es como también lo son la transferencia y la contratransferencia (así lo advertía Lacan en 1958 en La dirección de la cura y los principios de su poder y en 1960 en su Seminario La transferencia). Se ha dicho que, para el amor, no hay signos que deban leerse a nivel indiciario, pues, nada se satisface como prueba de amor. No hay garantías, sustentadas en el Otro, que el semejante (otro) encarna, llegado el caso, que pueda ofrecerlas. En el amor no hay encuentro, más que imaginario, no hay relación de complementariedad (no hay proporción sexual) como en el anhelo de la vulgata del amor platónico difundido en la metáfora de la media naranja. Con suerte, si todo anduvo más o menos bien, ello es un mito que nos funda. Ese mito de cierta humanidad arcaica traído por Aristófanes (Platón: El Banquete) sobre unos seres andróginos que, divididos por la ira de Zeus, vagaron condenados por el impulso de saciar la reunión de sus almas gemelas. ¿No es acaso ese mito el que se repite, una y otra vez, en ese momento de nuestras historias que hemos creído ser todo para un Otro? Por eso mismo, en el amor siempre hay transferencia. Nuestra infancia se revive en cada amor. Por eso, cada amor no es un encuentro, sino, lo sabemos, un reencuentro. Pero fuera del paraíso infantil, no hay más que falla (y hay falla en ese paraíso también, digámoslo).

Si hay transferencia, repetición, reedición o recreación de mociones de la infancia, no es sino en el análisis donde se las deduce. Esas escenificaciones, pueden cobrar un sentido fértil en el marco de la transferencia en análisis. Fuera de él, ese agieren, pierde valor significante y se enlaza a la compulsión a la repetición. Allí, el fundamento narcisista del amor hace de las suyas asociado al goce. La cuestión, se ubica, tal vez, en qué vertiente clásica sobre el discurso del amor (eros) prepondera. Por un lado, la versión de Aristófanes sobre aquellos andróginos, que luego del castigo de Zeus, son cada uno, una mitad, incompletos -un sýmbolon– con el ansia de co(n)fundirse o reunirse en el Uno de origen (el alma gemela, la media naranja, o, en su versión oriental del «hilo rojo»). En otro sentido, está esa otra vertiente de la versión socrática respecto de Eros, donde no hay eros, deseo, sin algo de lo que se está falto y el otro tiene (ágalma).

Cuando uno ama y da, siempre algo faltó, irremediablemente. No sólo es que algo siempre falta, es que siempre hay algo que se deja escapar, que se deja echar a perder, hay un yerro necesario para que el deseo subsista. A los amantes siempre algo les falta, lo sepan o no. El que ama está falto de algo, pero no sabe muy bien qué. Quien se siente amado, no sabe qué tiene para ofrecer y qué quiere de él el otro. Amar es tener que reconocerse siempre en falta, porque si no, no hay amor. Ese es el problema, si es que es un problema, del amor: no hay coincidencia, no hay encuentro. Se está atrapado en una hiancia, en una discordancia. Para que el amor funcione, éste debe poder metaforizarse, es decir, debe haber reciprocidad entre amante y amado; deben poder cambiar sus posiciones para que de ello el amor adquiera sentido.

Si amar es solidario de reconocer la propia falta (asumir la propia “castración”) que será dada al otro, mejor dicho, ubicada en el otro. No se trata de dar aquello que se posee tal como determinados bienes, objetos, regalos, etc. No, no se trata de eso; es, por el contrario, ofrecer lo que no hay, lo que falta. Mostrarse en falta, deseante. Y como decía Miller, eso mismo es esencialmente femenino: “sólo se ama verdaderamente a partir de una posición femenina. Amar feminiza. Por eso el amor es siempre un poco cómico en un hombre. Pero si se deja intimidar por el ridículo, es que, en realidad, no está muy seguro de su virilidad” (Miller, J. A., 2008). Pero después de todo, un psicoanalista sabe que nadie está seguro de dónde está parado en estas cosas hasta que habla: hombre, mujer, homujer, mujembre, qué sé yo… «El amor, a diferencia del erotismo -retoma Alejandro Dolina- le da un carácter único a esa persona. Uno se enamora de alguien y esa persona es absolutamente irremplazable, pero para que funcione mejor ese carácter irreemplazable, uno mismo va agregando a la persona amada virtudes que ya no tiene del todo. En cierto modo el amor es un engaño concertado (..) El amor es una cosa que sucede en el pasado o en el futuro, en el presente sucede el erotismo, pero el amor siempre es así, o fue o será. El amor es así, es fugitivo, es muy difícil. Cuando es no nos damos cuenta, lo vivimos como una cotidianeidad aburrida en cambio, cuando se fue, recién llegamos a la categoría de amor maravilloso«.

El problema de nuestros tiempos es que hay una desconfianza en el significante, en la palabra. De esta forma, la metáfora del amor no siempre ocurre. El desencuentro, lo real de él, queda al descubierto sin el velo del amor. Esa desesperanza en la palabra, licuada por la lógica del consumo, hace poner en duda aquello que el otro tiene para ofrecer. El amor es dar (lo que no se tiene) a alguien (que no quiere eso [porque el deseo siempre es deseo de otra cosa]) (Lacan, Seminario XII, 17-3-65). Pero si el amor entra en el consumo, no se consuma, se consume. El deseo se banaliza en una demanda de eso, en algo concreto. Algo que el otro puede negarse o, algo que tantos otros pueden ofrecer mucho mejor. Por qué conformarse con eso si se puede más ¿no se merece más acaso?

De esta manera, pasamos de la metáfora del amor a su metonimia. La “tinderización” del amor. El Tinder Gart(ch)en, el nuevo paraíso perdido. Los otros son intercambiables en un aplazamiento del deseo casi infinito que elude la castración. El mejor amor es el que está por venir. O el que nunca ocurrió.

Lacan lo dijo con clara anticipación: «todo orden, todo discurso, que se emparente con el capitalismo deja de lado, amigos míos, lo que llamaremos simplemente las cosas del amor. ¡Ya ven, eh! No es poca cosa» (Lacan, Hablo a las Paredes, 1972).

El amor, para que no sea meramente imaginario, necesita de lo íntimo, tal como lo plantea François Jullien (Lo íntimo. Lejos del ruidoso amor, 2016): “hay quienes nunca han accedido a lo íntimo en sus vidas, incluso en pareja o casados. Vivieron durante años uno con el otro, aun podría decirse que, durante siglos, pero sin haber socavado la frontera de su reserva. Vivieron “uno con el otro”, pero no entre ellos: no hay un ‘entre’ que se desprendiera de ello, que haya podido prosperar. Ni siquiera sospecharon su posibilidad –¿es preciso decirlo? – y nunca franquearon ese umbral, ni lo pensaron. Nunca imaginaron penetrar ni un poco en el espacio interior del Otro; ¿y acaso alguna vez consideraron que existiera dentro de él un “espacio interior” semejante? Y esto a pesar de – ¿o habría que decir a causa de?- su frecuentación constante. Porque estar uno al lado del otro no es estar “junto a”. Ese Otro pudo volverse un ser familiar, pero no íntimo. Por supuesto que saben todo del Otro, el “todo” registrado con el correr de los días, las caras, los gestos, los tics y las reacciones, los enojos y las entonaciones, hasta el punto de que resulta obsceno, y ni siquiera pueden prescindir de ello, por tanto que se acostumbraron, incluyendo sus molestias. Pero cada cual permaneció de su lado; nunca se “encontraron”. Se cruzaron, y aun durante toda su vida, pero nunca se abordaron”. En estos tiempos de prevalencia de la imagen, no hay tiempo para lo íntimo, se trata de puras superficies atrapamiradas.  Porque el amor, inconsciente mediante, se funda en toda una serie de “bagatelas, cabezas de alfiler, «divinos detalles» (Miller, En: Amamos a aquel que responde a nuestra pregunta: ¿Quién soy yo?. Psychologies Magazine, octubre 2008, n° 278). Se trata de “particularidades nimias, que recuerdan al padre, la madre, el hermano, la hermana, tal personaje de la infancia”, en donde se trata de aprender -indefinidamente- la lengua del otro, buscando claves, siempre prescriptibles. El amor, dice Miller, es “un laberinto de malentendidos cuya salida no existe”.

Es por eso, que una paciente no se deja engañar cuando dice: “más que una monja –explica- soy como una iglesia abandonada… no tengo cura”. Así comienza su primera sesión de las entrevistas preliminares. Es borgiana sin saberlo. No cree –dice- en el amor, puesto que enamorarse es engañarse, pero sólo por un tiempo, al final del cual, la desilusión es inevitable. No ha leído a Borges declara, y no tengo razones para dudar de ello. Pero como él, sostiene que “enamorarse es crear una religión cuyo Dios es falible” (Nueve ensayos dantescos, 1948-51), algo así como una teología de la desolación que conlleva al desengaño insoslayable. Badiou dice que el amor, necesariamente, supone trascender el narcisismo, o el narcinismo de la época, como lo prefiere C. Soler. En ese sentido, no puede amar a un hombre, los ama a todos, pero no está en la posición de Don Juan, sino, más bien, despeja a la vertiente del Eros para ir en busca del Agápē en un amor ligado a la caridad, un amor universal a la humanidad. En esta inclinación el sacrificio es su prerrogativa. Lo doloroso, como posibilidad del amor, queda así desplazado por una fidelidad al sabor agridulce del goce perpetuo, tal lo manifiesta.

Sin embargo, Dolina nos recuerda que, si bien “es el engaño el que enamora”, no lo es en el sentido de la traición, “sino en el de dotarse uno, y dotar al otro, de virtudes supernumerarias”. Porque, luego dice: “una vida sin amor no vale la pena…”.

Pero si es el amor, lo que aparece cuestionado ¿qué aparece en su lugar?  Por un lado, la indiferencia. Tal lo indica su etimología, la indiferencia no es sólo la falta de interés, sino, que lo indifferens es aquello por lo que no se tiene preferencia. Se trata de un estado de ánimo en el que no se siente inclinación ni repugnancia hacia una persona, objeto o negocio determinado (DRAE).

La indiferencia bien puede ser la burocracia del amor, cuando, de ordinario, se la considera su reverso, en contraste del odio, muy ligado éste al amor. El odio (lat. odium) es una pasión que lleva a hacer daño a alguien o desearle su mal, cierta aversión antipatía, tirria por el otro. Pero, no está muy lejos del amor, en su vertiente narcisista, en la tensión especular que los avatares del amor ponen en juego. La indiferencia, en cambio, es el más allá del amor.

Sucede que, en tiempos de una cultura del desencuentro, el desamor, la soledad, la indiferencia, la indolencia, la apatía, la inapetencia emocional, cobran un protagonismo inédito en un hastío de lo efímero. Como se dijo, el egoísmo, el individualismo, la pérdida de los valores colectivos que sucumben como una suerte de idealismo romántico pasado de moda.

La virtualidad, a medio camino entre (intento de) solución y problema, como una red social (y aplicaciones varias), supone el conectarse y desconectarse compulsivamente, sin la fuerza que se sostiene en un vínculo. De modo que el amor, la sexualidad, también adquieren esta conformación que deja de lado la seguridad, la permanencia, por una búsqueda insaciable de gratificaciones efímeras, que ubican a los sujetos como objetos consumibles, como homo consumens.

Por eso que, el psicoanálisis, y no sólo él, son la mejor apuesta de resistencia a la disolución del amor.

Compartir estas palabras, con quienes las leen, las escuchan, hacen lazo. Porque, compartir es cosa del amor.

Bibliografía:

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Grimal, P. : Diccionario de Mitología griega y romana, Paidós, Bs. As., 2005.
Jullien, F.: Lo íntimo. Lejos del ruidoso amor, Bs. As., Cuenco del Plata, 2016.
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Miller, J-A: en: Amamos a aquel que responde a nuestra pregunta: ¿Quién soy yo?. Psychologies Magazine, octubre 2008, n° 278.
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Platón : Diálogos. Fedón, o de la inmortalidad del alma – El Banquete, o del amor – Gorgias, o de la retórica, Espasa-Calpe, Bs. As., 1952.




El deseo abaratado a una suerte de demanda intolerante a la postergación de la satisfacción narcisista