Dossier

Entre el hablar y el un decir: cuerpo y resonancia en el análisis

Por Lic. Ana Lanfranconi
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Preguntas de niños de 4, 5 años:
“¿Por qué no habla la tortuga?”
“Cuando hablamos ¿las palabras a dónde van?”
Para ubicarnos ante el asombro que implica hablar.
Hablar es inaudito. Nada es natural para quienes hablamos.

¿Por qué hablamos? O mejor dicho, ¿cómo es que hablamos? Rousseau decía, en su Ensayo sobre el origen de las lenguas, que no fue el hambre ni la sed sino el amor, el odio, la piedad, la cólera, las que arrancaron las primeras voces. Y que el lenguaje de los primeros hombres no habrían sido lenguas de geómetras sino que fueron lenguas de poetas. Me resonó como un modo de nombrar lo que desde el psicoanálisis ubicamos en el pasaje de la necesidad a la demanda, que convierte el don del Otro en un don de amor, a partir de que el Otro puede dar o privar. La falta no es una potencia negativa, es el propio motor de la relación del sujeto con el mundo. Como condición de la demanda, hace hablar. Desde el fort – da freudiano, los juegos de ocultación, solidarios del estadio del espejo, luego las escondidas, el veo veo, juegos cuyo soporte es la negación, asistimos a importantes pasos simbólicos en los que el niño nos dice algo: que tanto el Otro como él mismo donde está puede no estar y que le es necesario ese par presencia-ausencia para constituirse como sujeto que habla a partir de una falta. En el espacio analítico el amor de transferencia, ese amor verdadero decía Freud, será una de las condiciones para que un sujeto hable de lo q se le ocurra convocado por la regla fundamental enunciada por el analista.

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Desde Freud el sujeto del inconsciente no es el Yo, sino que irrumpe en el discurso a través de tropiezos, cortes, sueños, a través de las formaciones del inconsciente. El sujeto no es alguien, no es una sustancia. Es un efecto, un efecto de la cadena significante que en Otra escena se repite e insiste para interferir en los cortes que le ofrece el discurso efectivo, nos dice Lacan en La Subversión del sujeto, para concluir que el inconsciente está estructurado como un lenguaje. El sujeto que aparece en los cortes del discurso no sabe lo que dice, cuando habla dice más de lo que quiere decir, esto implica su división. El inconsciente está en lo que se dice, no está en ninguna profundidad sino en la superficie de lo que decimos y además conforma la trama de lo que decimos, es lo que nos hace decir lo que decimos. El sujeto es efímero, inasible. Y sin embargo es pura potencia que empuja hacia el cumplimiento de sus potencialidades, por su consistencia significante y por estar ligado al dinamismo corporal por el juego de las pulsiones. Le Gauffey en La paradoja del sujeto dice que si logramos concebir al sujeto como un fuego fatuo que corre a lo largo de las cadenas simbólicas; concebirlo como el intervalo que permite dar sentido a los significantes (al sentido direccional de la palabra sentido), este sujeto estará en la postura del actor que no conoce su papel de antemano. Y en esto será nuestro aliado. Esto del actor que no conoce su papel de antemano me evocó un cuento de Cortázar, Continuidad de los parques: Un hombre lee un libro sentado en un sillón de terciopelo verde frente a un ventanal. Está leyendo el último capítulo de una novela en la que dos amantes, con toda la pasión y el fragor que los anima se encuentran en una cabaña para ultimar detalles de un crimen largamente planeado. La tensión en los cuerpos, la vacilación de ella, la determinación de él, atraviesan la escena. Finalmente, decididos, en la puerta de la cabaña se separan. El hombre corre hasta distinguir la alameda que llevaba a la casa. “Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.” En el instante final, los lectores que somos, sufrimos una conmoción, pero ¿cómo? ¿dónde? Hay algo moebiano en la forma de este cuento que nos remite a la institución del sujeto como corte, ya no está donde creíamos que estaba. Sexualidad, muerte, y el asombro en la torsión final. La pregunta es ¿cómo, dónde, qué hacemos en un análisis?

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Se trata en el análisis de introducir al sujeto en el orden del deseo (1). Esa es nuestra responsabilidad como analistas. El deseo no se puede nombrar, se articula en el decir como demanda. Se trata más que del objeto de deseo del deseo como objeto, se trata de querer tener un deseo o de no querer tener un deseo. “No quiero salir de mi angustia”, me decía una mujer en la primera entrevista. Se trataba de alguien que no podía decir: Yo quiero; hacía toda una serie de maniobras en su relación con el otro para evitar esa posición. La angustia en este caso como refugio para no enfrentar la castración que implica el orden del deseo. Pero también la angustia como ese vacío ineludible ante el vértigo del deseo. Se pone allí en juego el pasaje del ser al tener. Ser el falo implica una no existencia. Se trata de soportar tener un deseo, ser el soporte de eso. Cuando deseo lo hago en el campo del Otro, pero ese lugar carece de respuesta. En tanto el deseo del Otro es un hueco, me libra a mis propios recursos, me permite la separación. El analista deja un lugar vacío para que opere la falta. Ante un olvido, lapsus, sueño, no llena de sentido, es el modo de implicar al sujeto y de no dar consistencia a la existencia del Otro que sabe, ubica el saber del lado del analizante. El analista empuja un poco al paciente para que siempre diga algo más. Se trata de un decir empujado por la angustia. El sujeto está solo frente al vacío y esa experiencia da lugar a que haga algo con eso, un invento, tal vez un decir.

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Hablar no es decir. En el espacio analítico guiarse sólo por las formaciones del inconsciente, por la escucha del significante conlleva el riesgo de los juegos de palabras, de propiciar el bla bla bla y que no se diga nada. Es con el cuerpo que hablamos. Cuerpo y lenguaje, significante y pulsión. Lacan establece una correspondencia entre la verdad, como saber inconsciente y el cuerpo pulsional. Dice, en relación a la verdad: “Se mea, se tose, se escupe adentro: es un lugar de paso o para decir mejor, de evacuación del saber como resto” (2) Lacan hace pasar la verdad por el cuerpo pulsional. Freud decía, y fue retomado por Masotta, que las teorías sexuales infantiles eran falsas porque desconocían la diferencia sexual, pero eran verdaderas porque procedían de una experiencia de goce con el cuerpo, del pulsar infantil. La teoría de la cloaca, que los hijos nacen por el ano está en relación a la excitabilidad de la mucosa anal. Lo pulsional está en el lenguaje mismo. Norberto Ferreyra en La práctica del análisis dice que en el análisis cuando se produce un decir es del lado del analizante, y que hay dichos que se producen entre analista y analizante que se dirigen a que se produzca un decir. Esos dichos, van bordeando la construcción fantasmática del sujeto en análisis. Hablar no es decir. Jean Luc Nancy, en A la escucha, dice que dicere es ante todo mostrar, y dictare implica el decir en voz alta, una puesta en tensión de la presencia y que hablar no es sólo significar sino también y siempre dictare, esto es, dar al decir el tono y su estilo. Decir supone la presencia de otro. La presencia de los cuerpos, la confrontación de los cuerpos es una de las condiciones del decir. Que se produzca un decir en un análisis va a estar en relación al modo en que alguien se escucha cuando habla, esto significa que se produzca una resonancia, que se produzca ahí donde está hablando y ocurriendo. En relación a la resonancia Nancy dice que es la resonancia de un cuerpo sonoro para sí mismo y la de la sonoridad de un cuerpo escuchante que él mismo suena al escuchar. En el análisis es necesaria la presencia y el cuerpo del analista para que se produzca la resonancia. Por cómo es escuchado, al analizante le es posible escucharse en lo que se dice. La posición del analista cuya escucha determina lo que se le habla, implica que él mismo es moldeado por la palabra que se le dirige en tanto soporte de la transferencia. No como objeto, porque en ese caso se le hablaría sin parar sino como objeto a que causa y propicia el pasaje a otra dimensión del decir, que el sujeto pueda verse desde otro lugar. La voz es un objeto pulsional que, como la mirada, está en relación al deseo y no a la demanda porque está penetrada por el significante. Las pulsiones son el eco en el cuerpo del hecho de que hay un decir (3). Es la voz, considerada como eco en el cuerpo, en su dimensión resonante, la que interviene en el decir. El un decir, con la voz en juego, como movimiento pulsional, estaría indicando un pasaje del goce del hablar a un decir deseante. Esto significa que el analizante pueda hacer el pasaje de ser objeto de su decir a hacerse sujeto del mismo. En este sentido, el deseo opera sobre el goce de una manera particular: “El deseo es una defensa, una prohibición de rebasar un límite en el goce”, nos dice Lacan en La Subversión del sujeto, para concluir que la castración, el resorte mayor de esa subversión, quiere decir que es preciso que el goce sea rechazado para que pueda ser alcanzado en la escala invertida de la ley del deseo. La resonancia hace que entre en juego lo que es del orden del deseo. Entiendo que esto es así, porque ese resonar, ese escucharse desde otro lugar, incluye una terceridad, una distancia entre el que habla, lo que dice y lo que funda con eso, un decir. Un decir es signo de un sujeto.

(1) J. Lacan. Seminario 12, Problemas cruciales para el psicoanálisis
(2) J. Lacan Seminario 17, El Reverso del psicoanálisis
(3) J. Lacan, Seminario 23, El sinthome

Entre el hablar y el un decir: cuerpo y resonancia en el análisis